En menos de un mes pasé por los dos extremos del teatro. En marzo fui a ver El fantasma de la ópera a Buenos Aires y antenoche, Fuerza Bruta, acá en Rosario. Digo extremos porque, obviamente, una es más cercana al tatro tradicional (aunque espectacularizada por ser un musical) y la otra está mucho más vinculada a las expresiones contemporáneas del arte pop y performático. Pero las promociones decían teatro y yo, por ende, me hago cargo de la marcación social que le atribuyen los medios y la mayoría de la gente en el presente y digo que asisto a los dos extremos del teatro. Después de todo, Mercedes Bunz tal vez tenga razón cuando asegura que el arte pop y el del espectáculo se caracterizan por un collage que nos remite a diversas épocas. En este caso, a una moderna y a otra, contemporánea. Sin embargo, algo de esos dos extremos, a pesar de las distancias estéticas y epocales, los unía. Ya se ha dicho que las dicotomías nunca son absolutas. Creo que en este caso, tampoco. Había una inmensa operación de mercado y mediática que promovió las dos obras-espectáculos-performances. Programas de tv, notas en los periódicos y banners en internet hacían impensable eludir el compromiso de ir a verlos. Claro, si uno quería todavía ser parte del presente y no permanecer en una posición absurda de resistencia que no conduce a ninguna parte más que al prejuicio. Eso también se ha demostrado. Así que fui. Y me regocijé en la masa. Sí, porque la masa también produce goce, no sólo repugnancia como nos han hecho creer. Aunque, debemos alcararlo, no eran dos masas iguales. Todo lo contrario. Si algunos han definido a la masa como un conglomerado humano fugaz y anómico, capaz de congregar las más diversas ideologías y estratos sociales, se equivocó. Tal vez, porque la definió desde afuera. Cuando uno está adentro y forma parte de la masa y la vive y se deja invadir por su ritmo, se da cuenta de que las masas son distintas. No es la misma, no, la de El fantasma que la de Fuerza Bruta. Las caras, las edades, por empezar, no son las mismas. En el musical, mucho más apegado al teatro tradicional, en el cual el despliegue de la escenografía se realiza sobre el escenario, en una distancia con el público, las edades predominantes eran de gente de mediana edad en adelante., muy bien trajeados y con las más relucientes joyas. Algunos adolescentes y niños estaban acompañando a sus padres. Y, aunque parezca que no, el segmento de la población tenía que estar acostumbrado al despliegue de una cadencia: la ópera pop, que no cualquier segmento de la sociedad está dispuesto a escuchar. Pero ahí estaban. Todos ellos y nutridos de la ideología que se escuchaba en los comentarios: iban ahí a contemplar "algo emocionante", "muy bello", lo que creían por "una obra de arte". Para ellos, el arte, entonces, era un fenómeno de contemplación y de belleza, dos valores bastante alejados de la academia -y pasados de moda para ella- y de la producción de arte presente más restringido. En cambio, la masa de Fuerza bruta estaba compuesta predominantemente por adolescentes y jóvenes hasta los 40 años. Muy pocas parejas de mayor edad asistieron. Y lo mejor es que el despliegue del espectáculo estaba dirigido a que esa masa se hiciera personaje, rompiera todo límite y distancia entre artistas y público. La masa se tenía que meter en una especie de disco electrónica mezclada con maquinaria kafkaiana que desplegaba marionetas controladas por un poder oscuro, acaso el Tiempo o la rutina o la vida misma, sacudida, cada tanto, con ecos de una liberación por medio de la violencia o de la música o del goce pasajero que terminaba en una descarga brutal. Pero no cualquier estrato social, tampoco, estaba predispuesto a disfrutar con las disonancias de la música electrónica. Bastaba con mirar la ropa, los celulares, los peinados para reconocer a los representantes de una clase media de adolescentes que poco tenía que ver con la clase de Señoras y de Señores que habían visto El fantasma. Y los cuerpos nos movíamos en medio del escenario, sepultados por una tela metálita o atrapados debajo de una piscina donde unas Furias nos miraron para, después, intentar quebrarnos la pileta en los ojos y, tal vez, aniquilarnos. Y el silbato de un tren y todos bailando o sintiendo cómo los bloques de ladrillos de unos personajes kafkaianos se nos rompían en la cabeza. Una hora así. La masa no decía que había ido a contemplar una obra de arte, sino que estuvo buenísimo o, ante las cámaras de canal tres, que habían ido a pasarla bien, a bailar. y que habían podido actuar con los locos de la obra. Como vemos, las masas son distintas y para nada anómicas. Mientras una se contenta con la contemplación -tal vez platónica o romántica- del arte-espectáculo, la otra, lo quiere hacer, moverse, interactuar con él, se predispone a la acción. Claro que las dos masas descansan sobre idéntica premisa: el entretenimiento; pero, y aquí debemos hacer una aclaración, el entretenimiento de El fantasma no se dirige a sacar una sonrisa, sino a la reflexión sobre la Bestia de las pasiones, a un placentero pensar dentro de los cánones de una belleza agradable; mientras que el entretenimiento de Fuerza Bruta descansa sólo en los momentos del baile, porque cuando la máquina kafkaiana se presenta, uno llega a descubrir el horror o, incluso, la vacuidad que sostiene la vida, a pesar de que algunos no puedan ya dejar de gritar o de sentirse emocionados por la música, incapaces, quizá de percibir -de pensar- el contraste o de frenar esa brutalidad que se les ha despertdo en el cuerpo. La masa y sus diversiones están lejos de ser vacuas; pero muy próximas a serlo también por su predisposición a complacer el público para garantizar la ganancia económica con baile o belleza. Esa tensión es la que alimenta a correr el riesgo de ser parte de ella, para darnos cuenta de la silenciosa ambigüedad que nos hace parte del presente, a pesar de cualquier intento de fuga o de dogmatismo, digamos, por ejemplo, cuando usted cruza la vereda y una publicidad en el cartel ese de allá arriba lo hace gozar con el cuerpo escultural que le gustaría tener o con el cual le gustarían, por qué no, hacer algunas otras cosas.
viernes, 17 de abril de 2009
miércoles, 1 de abril de 2009
Mediático I: Sobre la guerra de la información y el cadáver de Alfonsín
Murió Alfonsín y, de repente, pareciera que los medios son promotores de la paz en medio de la peor guerra política que, hasta hace poco días, promovían y escenificaban. Claro que eso es apariencia, la misma a la que nos tiene acostumbrados el mundo del espectáculo, porque las lecturas de lo que aparece en pantalla o en los diarios permiten ver todavía pequeños fragmentos por medio de los cuales esa guerra aún sigue sutilmente en marcha. Una guerra que ni siquiera la muerte del primer presidente democrático, y acaso, una de las figuras más notables de la política argentina del S. XX, puede frenar. El cadáver de Alfonsín, empotrado en un cajón, con la banda presidencial, con el bastón de mando cruzado por el pecho y aferrado por las manos en forma de V y con los pies cubiertos por la bandera argentina, mientras miles de personas suben escaleras, entran al Congreso, pasan frente al féretro, suscita reflexiones sobre la carencia de diálogo y de conscenso para construir el presente. Un diálogo que Alfonsín persiguió de modo permanente, sostienen. Ese rescate de un elemento que, sin lugar a dudas, estuvo en una parte de la política y del gobierno de Alfonsín opaca y esconde las profundas divisiones y golpes de desestabilización a los que estuvo sometida su gestión; las marchas atrás que tuvo que dar por grupos económicos y militares que ponían en jaque la gobernabilidad democrática y que es, precisamente, algo de lo cual no carece el presente. Sin embargo, la guerra de la información, sucia y selectiva como suele ser, en la revalorización del primer elemento sobre el segundo, persigue, con toda contundencia, fijar una imagen negativa del gobierno de los kirchner - lo que no significa, en todos los casos, mentir, sino centrarse sólo en los elementos que promueven una axiología devaluativa. De esta manera, lo que debería ser un duelo nacional se transforma en un uso intencionado en pos de la guerra de la información política. Y esa estrategia entra en consonancia con las que antes de la muerte del Ex presidente promovían los medios. Enumero: el Gobierno era responsable de las interferencias a TN, de que rompiera siempre el protocolo y Cristina llegase tarde a todas las reuniones (incluso la del Grupo de los 20), de que el Dengue hubiera rebrotado en el país, de la ola de inseguridad que padece la pobre clase media en las capitales, de la irresolución del conflicto con el campo, del adelantamiento de las elecciones, etc. Uno había llegado a creer que, en cualquier momento, Néstor Kirchner iba a surgir desde la pantalla montado en una avioneta y que comenzaría desde allí a descargar balas con una ametralladora, mientras fumaba un abano y se embanderaba con los colores de Venezuela. Pero no fue así, porque la muerte de Alfonsín suavizó la guerra despiadada a la cual se nos somete día a día. Es más, la muerte de Alfonsín nos enseña, no sólo que somos necrófilos, sino la forma correcta de ser respetado cuando se está / estuvo en el Gobierno: en un cajón, después de haber padecido una enfermedad terminal. Piglia decía que la política argentina tenía la forma del complot y que promovía la paranoia. Creo que ni la muerte, insisto, de uno de los presidentes más significativos del S. XX, podrá cambiar ese componente cultural que señala Ricardo; al contrario, con medios tan interesados políticamente como los que tenemos, la paranoia y el complot cultural vinieron para fijarse definitivamente. No es tonto que haya quienes sostengan que los argentinos nos autoboicoteamos siempre, en cada instancia política y a pesar de pretender todo lo contrario. Fue lo que le pasó al Gobierno de Alfonsín, a pesar de que ahora, cuando ya no podemos colaborar con él para mejorar el país, lo reivindiquemos. Así son las cosas. Ese componente cultural, ya enquistado, lejos de liberarnos, nos ata a un destino de continua destrucción. Y de tardía reivindicación.
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