miércoles, 25 de noviembre de 2009

LA PRIVATIZACIÓN DEL LENGUAJE

En un breve artículo aparecido en Le nouvel Observateur, el 31 de agosto de 2000, Michel Houellebecq se refiere a la censura que protagoniza el libro 99 F de Frédéric Beigbeder, un escritor, medio bestsellerista, poco serio –es cierto–, francés y actual. Ese artículo es virtuoso por dos motivos: 1- por su contenido que, como veremos, se relaciona directamente con nuestro presente y 2- porque en él se anticipa un reclamo de libertad en la escritura que padecerá el mismo Houellebecq cuando en 2002 se inicien acciones legales en su contra por un supuesto racismo y ataque al mundo musulmán en una de sus novelas.
Por un lado, en ese breve artículo todavía no traducido, Houellebecq sostiene que la novela del presente se inscribe dentro de una tendencia contemporánea que tiende a absorber la vida real y el mundo. Más allá de esta apreciación, hay en la obra de Houellebecq una preferencia por inscribir figuras de escritor y de artistas que usan la realidad para producir arte; pero que lo hacen, en todo caso, de una manera agresiva que tiende a la provocación de los contemporáneos. Ahora bien, lo que detecta Houellebecq en ese impulso es un sistema jurídico del mismo mundo real que usa el escritor, que tiende a amordazarlo en función de instalar un control que lo mantenga “tranquilo”. La carta documento es uno de esos dispositivos de control bajo la apelación de la figura de calumnia e injuria.
Sin embargo, esto que parece obvio y hasta una imprudencia, es sostenido por el mismo ejemplo que usa Houellebecq para argumentar. 99 F, la novela de Beigbeder, es sometida a juicio por emplear marcas de productos reconocidos para dar una visión oscura y cínica del mundillo de la publicidad. Por eso, esas marcas –pertenecientes a multinacionales–, horrorizadas frente a la mirada de Beigbeder, lo denuncian por calumnias e injurias. Houellebecq detecta allí la ignorancia jurídica más que la justeza, porque si el escritor o cualquiera que usa el lenguaje no puede esgrimir un punto de vista sobre la realidad, usarla con el lenguaje para dar una versión, estamos en medio de una nueva forma de autoritarismo mediante la cual el poder busca limpiar su mugre o, al menos, que no se hable de ella.
Tal es así que Houellebecq sostiene (la traducción defectuosa es mía): “Es poco probable que el “mundo real”, exaltado por sus primeros éxitos jurídicos, renuncie a su actitud agresiva (contra el escritor que lo usa). Pero es poco probable también que los escritores cedan; al contrario, se puede esperar a verlos ponerse cada vez más fuera de la ley de manera precisa, deliberada y violenta. Se reúnen, pues, todas las condiciones para una verdadera lucha a muerte, en que me siento parte involucrada.”
El poder actúa mediante la carta intimidatoria, documento, o mediante el juicio, cuando no tiene el recurso del lenguaje, cuando no puede dar su versión y obliga, así, al escritor a comprobar –como si el lenguaje estuviera constituido por hechos y no por palabras– lo que ha escrito. Lo que desconoce el poder es que por ese acto, es él quien le otorga a la palabra del escritor una cualidad de verdad absoluta que éste desconoce, acostumbrado a actuar en medio de verdades, periodísticas o artísticas, construidas a fuerza de escritura. Peor: también desconoce que ha llegado el tiempo en que cualquiera sabe que el poder podrá ganar un juicio, para atajarse u ocultar versiones posibles sobre su accionar; pero que, sin embargo, seguirán existiendo quienes hagan uso del lenguaje y aquellos otros que comprendan que el fallo de la justicia es una verdad más y no la verdad absoluta. Mucho más: es el tiempo en que se comprende que detrás de esa carta documento o intimidatoria, el poder no hace más que tratar de frenar que una versión posible de lo que hace sea escrita, sin contrarrestarla verdaderamente con sus actos, sino mediante un papel institucional que legitima y dice que la verdad del poder es la Verdad, pero que puede sostenerla sólo en el lenguaje, el mismo terreno que le recrimina haber usado al escritor. El poder desconoce que, así, no hace más que exponer su propia debilidad y mentira.

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