Salía a correr, así de simple y de complejo. Toda la tarde sentado frente a la computadora. Consumido por un teclado de letras. Ahora, se iba a despejar lo que ya había sido saturado. A sacarlo del cuerpo. Pero no. Primero vi la gorrita tirada enfrente de las escaleras. Delante de una bolsa de basura que habían dejado en la vereda y que se veía, negra, del otro lado de la puerta a través de las rejas. Es cierto, primero no distinguí que era una gorra. Pensé que era un trapo que se había salido de la bolsa o algo por el estilo. Apenas se distinguía una voz que confundí con la de un chico jugando. Lejana. Pero cuando abrí la puerta, la voz se hizo imagen y no, no caí en la realidad, sino que fue como una especie de sacudón, así de una, en un golpe que vino hacia los ojos llevando el rostro y el cuerpo hacia una inercia desconcertada. La gente corría. Una mujer lloraba con unos papeles en la mano. Se tapaba la boca y corría. Todas las mujeres corrían y los hombres se amontonaban adelante de la voz que gritaba con profundidad desesperada. Y ahora, los tipos lo agarraban a patadas en el suelo al pibe que habían cazado. Hijos de puta, vitoreaban las mujeres. Habría que matarlos a todos, decía uno de los chicos de la cuadra. Otro, llegó a decir que qué raro que tenga gorrita, mirá dónde le quedó, hijo de puta. Uno, le llevó los brazos hacia atrás, comenzó a pisarle las manos en las espalda, hasta que se le subió en cuclillas arriba. Otro le apretaba más la cabeza contra el suelo. Más y más vecinos salían. Corrían, llamaban por teléfono. Nerviosos. La mujer victimada lloraba sin parar. El pibe no daba más, pero seguía gritando, como si supiera lo que venía después, seguía, sí, a pesar de las patadas, mientras adelante aparecía el patrullero. Lo levantaron de un sacudón, de los pelos, los vecinos y sus redentores policías, que como es época de elecciones, aparecieron en menos de cinco minutos (típico comportamiento socialista: todo funciona a la perfección cinco meses antes de los votos). El pibe se desgarraba del dolor, las venas hinchadas, azuladas, como si lo hubieran violado otra vez, sí, como aquella vuelta. Mientras empezaban los aplausos y los ojos satisfechos de los vecinos y los pechos henchidos de los señores justicieros.
Hay que haber estado en los dos lados, para sentir lo que el Niño C esa noche. El sacudón fue más que contundente, fue un nudo para una miríada de acontecimientos. La matrería que los alimentó cuando chicos, la frase esa que gritaba el pibe en el suelo, esa que busca justificar la otra ley, que tantas veces había oído (porque acá, ahora, en esta cuadra, nadie entiende que robar para comer es legal, nadie sabe detectar un sufrimiento auténtico -el del pibe- de uno fingido, como él sí sabe), su hermana diciendo que no va a comer carne que no sea comprada en la carnicería, porque esa tiene otro gusto, los hijos del pobre pibe que quién sabe cómo estarán, el pá redimido de su pasado de Moreira. Nadie entiende. No. Sólo él.
Pero lo peor es que comprende también la otra lógica. Y hasta puede justificarla. Esa de la que lo han hecho formar parte. Los vecinos llorando alrededor de la mujer victimada, su miedo, la desesperación del marido, la injusticia a que otro le saque aquello para lo que decidió esclavizarse un mes; eso, sobre todo eso, mientras el hijo de puta no hizo nada y en un segundo se apropió de la paga por pactar con el sistema, por el sometimiento a perder la vida en un trabajo -algo que él está comprendiendo cada vez como el verdadero problema de la humanidad: seguir sustentando como valor supremo el trabajo y su rédito en dinero. Entiende también el miedo de los amigos de la mujer, de los hijos que la abrazan llorando como si hubiera vuelto de la muerte. Pero es terrible, la verdad, sí. Lo terrible es la gorrita tirada-doblada en la vereda y ese sacudón después de la puerta, toda esa escena que se ha desarrollado ahí, porque lo único que uno puede asimilar es la distancia inasible e insuperable entre esos dos mundos y él, el único sumido en la contradicción del dolor por partida doble. En el medio.
Hay que haber estado en los dos lados, para sentir lo que el Niño C esa noche. El sacudón fue más que contundente, fue un nudo para una miríada de acontecimientos. La matrería que los alimentó cuando chicos, la frase esa que gritaba el pibe en el suelo, esa que busca justificar la otra ley, que tantas veces había oído (porque acá, ahora, en esta cuadra, nadie entiende que robar para comer es legal, nadie sabe detectar un sufrimiento auténtico -el del pibe- de uno fingido, como él sí sabe), su hermana diciendo que no va a comer carne que no sea comprada en la carnicería, porque esa tiene otro gusto, los hijos del pobre pibe que quién sabe cómo estarán, el pá redimido de su pasado de Moreira. Nadie entiende. No. Sólo él.
Pero lo peor es que comprende también la otra lógica. Y hasta puede justificarla. Esa de la que lo han hecho formar parte. Los vecinos llorando alrededor de la mujer victimada, su miedo, la desesperación del marido, la injusticia a que otro le saque aquello para lo que decidió esclavizarse un mes; eso, sobre todo eso, mientras el hijo de puta no hizo nada y en un segundo se apropió de la paga por pactar con el sistema, por el sometimiento a perder la vida en un trabajo -algo que él está comprendiendo cada vez como el verdadero problema de la humanidad: seguir sustentando como valor supremo el trabajo y su rédito en dinero. Entiende también el miedo de los amigos de la mujer, de los hijos que la abrazan llorando como si hubiera vuelto de la muerte. Pero es terrible, la verdad, sí. Lo terrible es la gorrita tirada-doblada en la vereda y ese sacudón después de la puerta, toda esa escena que se ha desarrollado ahí, porque lo único que uno puede asimilar es la distancia inasible e insuperable entre esos dos mundos y él, el único sumido en la contradicción del dolor por partida doble. En el medio.
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