A veces, conviven tantos niños adentro. Quieren salir y no podemos contenerlos. Aparecen en el cuero como bestias que lo dominan todo, que juegan a sus perversiones infantiles como impulsos nerviosos. Él, su Mazzinger favorito. Como una marioneta. El simulacro-medio que los contiene a todos y al que ellos manipulan (esquizofrénicamente). Hoy, por ejemplo, salieron tres Niños al hilo. Y le dije que era necesario pensar si no tenía que ir al psicólogo. Fue raro. Un día de síntomas de pariciones de esos Niños con sus garras filosas. Primero, llegó el Niño Paranoico. Era un pendejito azul y caprichoso que se calentó por dos o tres palabras que no le cuadraron. Y hasta el delirio de secar la piel con cicatrices. Tan seco se quedó que inventó un papel miserabilista para sí mismo y se puso a actuarlo: se sintió perseguido por un mundo golpeador -como un padre golpeador- que lo acosaba en sus sueños, mientras se moría con un critter en su vientre. Y ese pibito lo siguió ante el espejo, en el baño, en el chat, por todos lados, con su ira. Hasta le tiró los pelos. En un momento, le pegó una piña en el estómago que lo hizo vomitar otro niño con la bilis negra chorreando en las pestañas. No levantaba su visión de la tierra. Y le ató una cadena a la nuca que le hundió la cabeza en el pecho. Los ojos también al suelo. Lo arrastró como un ganado por la calle y por las raspaduras salió una bestia más: El Niño Suicidio. Mientras el Niño Paranoico lo pateaba, el Niño Bilis lo arrastraba hasta el shopping y el otro, ahora, se paraba a insuflarle las orejas. Cuando subieron las escaleras mecánicas lo sostuvieron en las barandas del primer piso. Un sudor frío -a chorros- empezó a mojarle la poca ropa sana que le quedaba. La gente pasaba y se reía del espectáculo. El grandulón cara de orto maltratado por los pendejitos. Y ahí, de tanto que escuchaba en sus oídos, sobrevino la sensación de una carencia enorme. Y en un momento, las ganas descontroladas de tirarse al vacío desde su propio vacío hipnotizado por la escalera mecánica y su monotonía poética. Pero no fue así. Al contrario. En un acto mágico, el valiente fue el Niño Suicidio. Los piecitos serpenteando en la baranda, los brazos abiertos como un pájaro sin plumas, la sonrisa a punto de llegar. El Niño Suicidio era el único que podía consumar un deseo que él nunca consumaría y lo vio caer, mientras la gente aplaudía. Y cuando los otros Niños lo golpeaban tanto y le tiraban tanto la cabeza hacia la tierra, imaginó que también había tocado el suelo. Tranquilidad.
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