A Caro Rolle y Melina Almada
Era la sensación de tener los ojos achinados. Apenas un hilo cortaba la visión entre dos rectángulos oscuros. Como esos televisores blanco y negro cuando se les agotaba el tubo y quedaban cortados en la mitad -o más cerca, como el lcd; pero con la imagen serruchada. Así fue como caí en la cobija que habían tirado en el césped. Éramos chicos. Tal vez teníamos unos 16 o 18 años. No lo recuerdo bien -nunca se recuerda bien, por suerte. Y era el día de la Primavera en el Club Leones. La pileta inmensa flotaba bajo el arco. O algo así -tal vez en realidad era al revés, pero la visión era esa. De repente apareció un profesor del secundario. Intentaron esconder las botellas plásticas de gaseosa Sidney cortadas con un tramontina y repletas de fernet - ¿para qué?, decían, si no estamos en la escuela y no puede decirnos nada. Yo seguía tirado en la cobija. Cada tanto sobrevenían arcadas violentas. Pero era tan linda la sensación del delirio, del vuelo, que le importaba un carajo todo. A veces, sentía patadas en la espalda o en el estómago. Todavía le parece que uno de los jujeños del internado del IPEM le decía que deje de mirarlo con bronca, que quién se creía él, que si tenía un problema podían solucionarlo. También creyó vomitarle la zapatilla y entonces otra patada. Pero era pura sensación o, más bien, quién sabe, tal vez era eso lo que estaba sucediendo. Él sentía que las hormonas estaban sueltas, que una selva perfumada nacía en los alrededores, que podía ser Súper Man. El profesor quiso levantarlo para sentarlo en una mesa. Que lo dejen dormir -gritaban todos. A él no le importaba. Sentado o no, iba a seguir siendo ese en el que se había transformado. Se levantó, chueco y sonriente y asentó los codos en la mesa. Casi llora por las palabras del adulto. Allá sonaba la música. En el pañuelo escenario del parque. Todos bailaban y andaban con vasos, jarras, conservadoras, botellas cortadas con tramontina en la mano. En el lado izquierdo su hermana se revolcaba a los besos con el Otro. Porque en septiembre tú fuiste mía y ahora todo es melancolía. El Otro lo miraba y le decía algo que a él le provocaba risa. Hoy septiembre no es simplemente otro mes, sino todo lo que más amé. No podía contenerse y, por eso, salió una sonrisa tan siniestra que todos se asustaron. El adulto profesor huyó despavorido. Los demás se escondieron detrás de los asadores. No le importaba. En el fondo, no le importaba el malestar por ese beso que el Otro quería provocarle a propósito. Él tenía un Súper poder y lo que el Otro necesitara le chupaba un huevo. Entonces comenzó a caminar hacia el escenario. Era la primera vez que se sentía el Niño C, aunque todavía no lo habían llamado con ese nombre. Le robó una botella cortada a una pelotuda que se hacía la linda. La piba lloraba como rana destripada. Él la miró profundo y dio largas bocanadas de eso, hasta tragarse lo que pudo; con lo que no pudo, se hizo una ducha y se la tiró en el cuerpo.La piba le decía a los gritos hijo de puta y lo agarró de los pelos. Le pegó un empujón que la dejó tirada sobre el césped y subió la rampa del escenario como quiso. A los saltos. Lo miraban todos. Y a él le encantaba. Uno rubio se acercó y lo sacó a bailar. El rubio no sabía que estaba en plena metamorfosis y le podía ir mal. Uno de los morochos lo miraba mientras bailaba con su novia. Le ostentaba su novia y le ponía una carita de lástima. Pensaba que estaba con ella porque él lo había dejado cuando no subió a la trafic en la que lo persiguió por el remordimiento de haberla besado delante suyo en la disco del pueblo. Ahora lo miraba con un dejo de impotencia o, tal vez, de haber perdido eso que el Niño C provocaba en el escenario. Le hicieron una ronda. A él y al rubio y los dos bailaban como marionetas sin sentido, con los hilos cortados y flotando en el vacío del universo. Así, así. Hoy parecía que era la monotonía. Volvió a sonar esa música del mes. Todo el día esa música del mes. Y los bailarines se dispersaron y desarmaron la ronda. Las caderas hacían pasos extraños. El Pato Lucas locutor agitaba la hueste. Lo nombraba por el micrófono y él sentía la energía subir cada vez más. Más y más y más. Era feliz. El rubio le insinuaba cosas en el oído que no entendía o no quería entender. El otro lo miraba con la cabeza gacha desde allá, al fondo de los asadores. Había agarrado una jarra y se la tomaba solo. Un trago y lo miraba. Otro más y lo miraba. Todo el tema así. No le importaba. El rubio le daba algo de su jarra. Era tan fea que agarró y se la tiró en la cara y cuando el otro le quiso pegar, agarró y le metió una piña que lo dejó tendido entre la gente que bailaba. Nadie vio nada. Al pibe lo pisaron un poco y se levantó. Ni siquiera la policía se dio cuenta. Y él se bajaba del escenario, con un salto que atravesaba las vallas de seguridad, la zanja del cableado, la pasarela hacia el público. Un salto tan imponente que la gente paró de bailar y lo miraba asombrada. No lo podía creer. Y entonces tuvo ganas. Se acercó al Otro triste, deprimido, sentadido en su banquito y sin muchas vueltas, sacó su pija y lo meó de arriba hacia abajo. Al final me tiré en la cobija y durmió tanto tanto que cuando me desperté no paraba de reírme. Tenía olor feo; pero en septiembre había sido feliz.
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