El recorrido del colibrí era laberíntico. Había caminos que se bifurcaban plásticamente en parábolas. De las paredes salían escaleritas tan chiquitas que parecían hechas, en realidad, para alguna especie de animal enano. Los pasillos, a medida que avanzabas, se estrechaban más y más. Pero la sensación de encogimiento no se percibía por la música electrónica a todo lo que daba y por los microchips de las paredes que no paraban de titilar transportando una información indescifrable. Los números de las habitaciones estaban mezclados, para completarla, así que tuve que pasarme como media hora buscando el 78 hasta que finalmente llegué –y gracias a que le pedí un gps a uno que se estaba haciéndose hacer un pete en el pasillo.
La piezucha estaba buenísima. Reproducía una capilla de esas con vitraux estrafalarios. Esta tenía unos animalitos con cuerpos de frutas que se esparcían sobre un paisaje montañoso. Había seres con cuernitos y humanos mezclados como en una orgía de pájaros gigantes y naves o probetas gorditas zambullidas en un lago y en praderas. En el fondo, una cruz con una ranura donde se pagaba con tarjeta. La cama era una Biblia con sábanas de un alfabeto rarísimo. No había ventanas, sino un proyector que se ajustaba a la ambientación de la hora del día que uno elegía para la cogida. Y como condición necesaria, repetía el televisor, había que disfrazarse para que la mujer no se enamorara. Una careta de pájaro colgaba de unos ganchos en la pared. Me la puse. Parecía el pájaro loco.
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