Hace muy poco releí los textos de Benjamin sobre Baudelaire. Uno, particularmente, llamó la atención. [Pienso, además, que desde hace algún tiempo quiero escribir sobre esto y que por una u otra razón, nunca pude hacerlo. No es que hoy pueda. Pero hay algo así como una fuerza que impulsa y que me permite ensayar el intento.] El texto de Benjamin pertenece a Iluminaciones II. Poesía y Capitalismo. Se trata del capítulo "La bohemia". Allí Benjamin entiende que la posición de Baudelaire frente al mercado y a la literatura de su tiempo, puede ser leída a partir de las figuras del agitador profesional y del trapero. Respecto de este último, Benjamin da cuenta de las condiciones de relativa marginalidad del trabajo literario de Baudelaire frente al mercado , escogiendo como praxis un género literario que no reditúa económicamente de la misma manera que el género burgués por antonomasia -la novela- . Respecto de la primera figura, la del agitador, Benjamin entiende que Baudelaire -que participa de las trincheras de la Revolución del '48- irrumpe en escena precisamente a través de un fuerte carácter provocativo que, sabemos hoy, lo llevó a un proceso judicial, que perdió y que lo terminó alejando aún más de las posibilidades del éxito literario. Frente al mercado -y al anquilosado romanticismo de su época-, provocación y poesía, parecerían ser las fórmulas que Baudelaire elige para, como plantea Valery, distinguirse de sus contemporáneos.
Esa provocación de Baudelaire puede resumirse en la elección de una dicción poética que materializa lo que todos conocemos como una de sus obsesiones: la Belleza en el mal.. Porque escoger la belleza en el mal, implica, como sabemos, una separación de la ética y la moral respecto del arte, lo cual daría cuenta de su autonomía. Nada más claro que este alejamiento de lo bien pensante de Baudelaire a partir de su crítica "La escuela del buen sentido" en El arte Romántico. Sin embargo, el provocador sabe que para comprobar esta separación tiene necesariamente que ir más allá, enrareciendo la valoración plenamente positiva de su obra. Porque provocador es aquel que sabe qué decir para generar una reacción en el otro en determinados contextos y esto solo es posible bajo el ejercicio de una autonomía ficcional respecto de la moral o de los valores consentidos que enrarece la valoración del trabajo artístico para los contemporáneos. No es que Baudelaire no haya tenido críticas favorables en el momento de aparición de su obra; pero esas críticas no eran realizadas sin reparos. El provocador es el que pone en peligro su propia valoración como artista y, con ello, su obra entera.
Pienso que no es sino esto lo que ha realizado muchas veces Borges con sus frases desafortunadas y plagadas de contradicciones respecto de textos como Martín Fierro y Facundo o en relación con el propio Lugones, como él mismo reconoce. Pero también no es menos cierto que ese ejercicio de la provocación le generó y le sigue generando una caterva de reparos ideológicos y morales a la asimilación de su obra, como ironiza Fogwill respecto del camarada Borges en Un guión para Artkino. También, creo, y en otro sentido, es lo que Arlt hizo con el prólogo a los lanzallamas, porque para qué escribir un prólogo si no es para poner en riesgo la valoración del trabajo, de la obra, por el campo intelectual. La tarea del provocador, no necesariamente, como en el caso de Arlt, se juega en la sinceridad o en la verdad, sino en la construcción ficcional de una imagen que enrarece la propia valoración de la obra frente a unos valores hegemónicos. Porque el provocador es, más allá de la veracidad o mentira de sus dichos, aquél que vacía las palabras para arrojárselas al contrincante en el punto exacto donde se le puede meter el dedo en la llaga. Y este cae como mosca, porque lo que el provocador actúa, como Arlt, como Borges o como Baudelaire, es un decir que nadie quiere escuchar, porque no puede, porque sus oídos están tranquilizados por lo común del buen sentido. Es por eso que ese enrarecimiento axiológico que el provocador lanza, ejerce efectos más allá de las textualidades mismas -aunque muchas veces desde ellas-, enrareciendo la expectativa de los lectores, incluso, después de su época. El arte de la provocación consiste, precisamente, en esa apuesta por una autoexhibición -a veces sincera, a veces actuada- que desata un poder de destrucción sobre el contrincante que termina, finalmente, vuelto sobre la obra propia.
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