Llegamos como se debía. En vivo y en directo. Ninguna foto, ninguna pantalla. Desde el principio, con todos mis prejuicios. Es que era demasiado: no solo un desfile de moda de Piazza, sino, además, en el City Center. Dos posibles motivos de vómito (y digo posibles, porque hasta que alguien no se enfrenta en lo real con el asco imaginario, no sabe qué puede pasar). Toda la familia había venido a ver la presentación de un diseño que una de nuestras hermanas realizó como trabajo final. Encima el día tuvo todos los matices del desastre. Digamos, un pequeño apocalipsis doméstico que parecía llevar el mundo a su ruina al final de la tarde. Primero, mientras cocinaba el asado, un aluvión inundó el patio y terminé desaguando por todos los costados. Los pelitos pegados al rostro como globo pinchado. Y como no podía ser diferente en la patria binnerista, otro domingo en el que se corta la luz durante al mediodía -comimos adivinando qué pedazo de carne era el que teníamos enfrente, porque con la tormenta se había oscurecido el espacio como las nubes del cielo. Después, fuimos al shopping -paseo turístico obligado con la lluvia- y en un momento vemos que la má empieza a tambalearse y queda en una ridícula posición inclinada sujetándose la pierna. El zapato se le había desintegrado (esto es literal: era como si le hubieran aplicado un rayo desmaterializador invisible). Por lo tanto, menos que un apocalipsis no podía suceder -y coincidiría con el desfile. Supusimos.
Cuando llegamos al mundo lucecitas de colores, la cola daba la vuelta por toda la circunvalación rosarina. Era tan enorme, que pensamos que nunca entraríamos. Pero, a diferencia de las suposiciones, los organizadores del desfile habían previsto todo. Ingresaban diez mil personas por segundo a través de un sistema de detección por rayos láser que unos helicópteros lanzaban desde arriba en un escaneo mental. Cuando reparamos en la concurrencia, el olor a cacerolos asqueaba. Habíamos presenciado, ya cuando estábamos con unos pies en el Casino, que los guardias de seguridad separaban a gente de las filas y los metían en jaulones como animales para transporte. Una grúa los elevaba y en la cima del edificio se abría una compuerta por la cual pasaban las jaulas. Pero no piensen mal. Esto era buenísimo. Pura beneficencia. La gente de las jaulas tenía problemas con la combinación de los colores de la ropa, al parecer, según los comentarios de unas mujeres, y Piazza se había asegurado de que les arreglaran las prendas acordes al evento. De modo que los llevaban a una pieza donde en el caso de que el problema fuesen los colores, les pintaban las prendas a la última moda en segundos. A los gastos, los hacían pasar por beneficencia y eso le redituaba al diseñador mediático un gran descuento en impuestos -esa forma sutil que tienen las clases acomodadas de evadir el pago de los mismos.
La mayoría de la gente a nuestros alrededores, era tan desagradable que tuve que contener los deseos piromaníacos más profundos; y encima para esos no había una máquina de cambios de cerebros como la de los colores. En un momento, debido a la ausencia de tal dispositivo, pensé en cómo sería posible construir uno con aspersores a través de los cuales lanzar ácido. Pero dije que eso era demasiado nazi y lo reprimí. Entonces, simplemente saqué mi lapicera esquelética y empecé a iluminar con luz roja todos los ojos y peinados de las señoras y de los chetitos. Se sentían tan mal con ese objeto repulsivamente groncho que su desprecio de clase les impedía asimilar (como el mío asimilar su exhibición burguesa de recursos), que en un momento, su repulsión llegó a aumentar proporcionalmente mis ganas de joderlos durante todo el desfile con la lucecita roja en los ojos. La lapicera tiene la forma de un esqueleto con bracitos y una cabeza gigante. Me la regaló la nona para mi cumpleaños. Si apretás los botones de los bracitos, estos se mueven como lanzando una piña, la mandíbula se abre y se encienden los ojos rojos que lanzan una luz del mismo color hacia el frente. Era el juguete necesario para contribuir al desastre, para marcar la diferencia de clase hasta la molestia o lo indigerible o el desconcierto -ese para qué esto, si no tiene sentido. Así que empecé a usarlo. La gente se ponía de pie tratando de encontrar la fuente de origen de semejante molestia. La señora de enfrente se daba vueltas cada dos segundos y me fruncía el ceño. Se veían movimientos de los guardias de seguridad en los costados. La lapicera esqueleto seguía encegueciendo chetxs. Ahora todos se ponían de pie y miraban hacia acá. La má empezaba a enloquecer. Cortála, cortála, ya gritaba casi. Mis tías no paraban de reírse. Mi hermana decía que las cacerolas largaban mucho olor cuando estaban así juntas y se movían tanto. Ahora aparecía insistentemente la firma de Piazza en todas las pantallas, hasta engullir el espacio, absorberlo, tragarlo. Todo era esa firma, reproducida en los rincones más oscuros con una luminiscencia perversa. La lapicerita esqueleto trataba de arruinarla, sobreimprimiéndoles encima insultos rojos. Pero no quedaban marcados y pocos, seguramente, percibían esas sutilezas. De todos modos, un par de guardias ya se apostaban encima de nosotrxs. Las firmas relampagueaban, ahora, con fotos del diseñador abrazado a desconocidos.
Un vídeo clip cortó la música tecno. La voz de la locutora dio la bienvenida. Los guardias me miraban. Hablaban por micrófonos ocultos en las mangas de las camisas. Entonces, se abrió la escena y apareció eso. La lapicera esqueleto cayó en el piso. Alguien la levantó y la puso en mi bolso. Nosotros estábamos absortos en eso que había irrumpido en escena. Caminaba como si destruyera el espacio, como si suspendiera las distancias de clase, la maquinaria, las firmas obsesivas y engullentes, los colores, el olor a cacerolos. Nada quedaba. Eran esos que aparecían y destruían la percepción con sus colores e insinuaciones. Anacronismos futuristas, futurismos anacrónicos, combinaciones de texturas, animales, selvas que nos perdían en fantasmas, que daban un suspenso que sacaba de lo comprensible. Como si nada que. Eso. Era la posibilidad de que no fuera. Pasos desnivelados sobre una pasarela. Como si ni siquiera los cuerpos. La Belleza. Importase. Eran perchas que sostenían un mundo. Simples instrumentos para nada. Y aunque la firma y el espectáculo ultra capitalista y burgués, eso ahí, suspendía todo. Aparecía y desestabilizaba como si. La Moda. Aunque sin Belleza ni himno -o con toda. Ni felicidad -o esas felicidades que nunca podían ser una y por lo tanto eran no siéndolo. Como si. Unas Bestias montadas en un caracol perezoso nos arrastraran en la baba que dejaban en la pasarela. Lumínica.
1 comentario:
el peor lugar del mundo puede ser cualquiera
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