A Mirta
Así se
llamaba la primera versión del hoy conocido tango Los mareados. Fue escrito entre
1915 y 1923, cuando el ajenjo quería ser prohibido, aunque no existiera una
sanción ni para el opio ni para la cocaína. El devenir de esta historia, que
nace en una melodía sin letra, en una simple y genial palpitación de la bestia
de Juan Carlos Cobián, fue moralizando los términos, hasta transformar la ambigua referencia a las drogas bebidas en el glam del champagne.
Sin embargo,
algo de la ambigua escucha narcótica queda en la melodía y en la letra. Si el tema a
pesar de los innumerables filtros de la censura que tuvo que soportar (por
ejemplo, llamarse "En mi pasado" en lugar de "Los mareados"
en la década del '40, después de la versión prostibular y machista de 1922
de Raúl Doblas, Alberto T. Weisbach y
Cadícamo), parece componerse en un ritmo que reproduce los exabruptos del alcohol, no es menos
cierto que las estancias interrumpidas por algunas suspensiones casi
psicodélicas de los vientos dan lugar a una percepción narcotizada, flotante, como si ahí, en
el trasfondo del ethos alcohólico, emergiera la escucha de otra droga desconocida, que se sobreimprime al tema en general.
Esa ambigüedad de la droga reaparece en las diversas -infinitas versiones- del tema; pero es en las mejores donde logra coagular con más intensidad el agon que se disputa la melodía y la voz. Pienso en la versión de Troilo, que es la que impuso no solo el título sino la letra más o menos conocida (nunca definitiva), donde los chispazos estridentes de las burbujas del alcohol se suspenden en prolongaciones casi hasta el silencio instrumental. O, también, en esa atmósfera onírica y alucinada que tanto la voz como el acompañamiento instrumental generan en la interpretación de Baglieto y Vitale, imponiéndose a una melancolía alcohólica, que pasa casi imperceptible en su presencia silenciosa, hundida. O en la voz tambaleante y ciclotímica -borracha- de Mercedes Sosa, filtrada con una música levitante que se enerva sobre el final en el pulso fibrilante del bandoneón.
Esa ambigüedad de la droga reaparece en las diversas -infinitas versiones- del tema; pero es en las mejores donde logra coagular con más intensidad el agon que se disputa la melodía y la voz. Pienso en la versión de Troilo, que es la que impuso no solo el título sino la letra más o menos conocida (nunca definitiva), donde los chispazos estridentes de las burbujas del alcohol se suspenden en prolongaciones casi hasta el silencio instrumental. O, también, en esa atmósfera onírica y alucinada que tanto la voz como el acompañamiento instrumental generan en la interpretación de Baglieto y Vitale, imponiéndose a una melancolía alcohólica, que pasa casi imperceptible en su presencia silenciosa, hundida. O en la voz tambaleante y ciclotímica -borracha- de Mercedes Sosa, filtrada con una música levitante que se enerva sobre el final en el pulso fibrilante del bandoneón.
Claro que la ambigüedad narcótica reaparece, además, en la letra. La
primera versión, patética y miserabilista hasta el machismo, no explicita qué
bebida es la que hace reír para no llorar a la muchachita a quien se invita a
beber para soportar de la mejor manera el trabajo sexual. Una marcación que no
solo remite al clisé heteropatriarcal del displacer de la mujer, sino que pone
a la misma en un rol objetual pleno, en una posición sin poder ni alternativa.
La droga –sin especificación- aparece, en esa letra, como aquella que puede
hacer sobrellevar el rol que debe asumir, sin alternativas, la muchachita
embrutecida:
"Bebe ese olvido que te ofrecen,
que acallará tu almita herida
y, así podrás, embrutecida,
amar, beber, reír...
Busca del vicio el triste ensueño,
torna la mueca en carcajada,
que aquí no debes de llorar,
aquí debes reír, siempre reír."
En cambio, en la versión que conocemos, menos machista, pero no por eso feminista, la ambigüedad sobre el tipo
de droga queda descartada, se trata de champagne, pero tiene un poder tan
potente que es un ethos no genérico, sino que afecta a los dos amantes. De
todos modos, en el inicio de esa letra, es imposible desprenderse no solo de la
reminiscencia a una escena de cabaret, sino, además, a una percepción narcótica inespecífica más allá del alcohol:
"Rara
como encendida
te hallé bebiendo
linda y
fatal
bebías
y en el
fragor del champagne
loca reías
por no llorar.
Pena me
dio encontrarte
pues al
mirarte yo vi brillar
tus ojos
en un eléctrico ardor"
La mujer
aparece nuevamente con su fatalidad en la letra, pero en un ambiente de
hombres, haciendo algo de hombres para los años '40: bebiendo. Y si bien el
champagne coopta la escena, la frase "en un eléctrico ardor", nos
dispara hacia una imaginación onírico-psicodélica mucho más próxima a las
drogas pesadas que al alcohol. La trama de profunda melancolía (hoy
vas a entrar en mi pasado, dice la letra), sumada a la tensión entre las
percepciones de dos drogas que se disputan la escena, lleva el amor a una
experiencia límite, que no es solo la del final, sino, precisamente, la de la
transformación del presente en pasado, en una fantasmagoría amatoria que
aniquila con su potencia el mundo divino, nocturno y electrificado en el que se
mueven esos cuerpos. Y, así, el amor se vuelve una droga en esa escena, al punto de que se convierte en un fantasma encantador que se aniquila con su enlutamiento. He ahí, en esas tensiones más allá de la moral y de lo
bienpensante de sus tonos y de su letra, donde persiste, a pesar de los filtros
de la censura, el profundo encanto y adicción que produce y producirá ese tango,
manifiesto no solo en la proliferación de versiones, sino en su escucha cada
vez más alucinante.
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