Nunca había visto una ópera. Allá en el campo, cuando era chico, lo que veía era el cañaveral de casa componer escenas macabras. Lo que más recuerdo de esa infancia es el cañaveral. Parecía una extensión de la nada en la que el paisaje del pueblo trataba de construirse. Los días de viento el cañaveral cantaba y había sombras que salían de su nada. Eso era una escena teatral en sí misma. Un musical. Una ópera. Hoy el cañaveral tampoco está. Desapareció por una casa que funciona como taller mecánico; es decir, fue ocupado por la ciudad que, de un día para el otro, comenzó a existir. Pero si nunca había ido a ver una ópera, tiene que ver con que las necesidades eran otras. No consumía cultura más que la que nos llegaba por la radio o la televisión, que fueron, claro, mi primera biblioteca también. Creo que lo más cercano a una ópera que tiene mi infancia son los Pimpinella. Mi mamá nos hartaba con el melodrama entre los hermanitos. Hasta muchas veces insinuaba que nosotros teníamos que hacer algo parecido. Ella tarareaba las letras mientras limpiaba o hacía la comida. Y solo en la tele, alguna que otra vez, habíamos visto óperas en algunos programas y películas. Mi mamá siempre decía que a ella le encantaba la ópera aunque ya no entendiera un carajo el idioma que mi abuela hablaba del otro lado de la calle. Quizá era eso lo que le gustaba. A mí me parecía un género de conchetos; en cierta forma, la ópera me produjo rechazo siempre porque imponía la distancia entre lo que éramos y lo que eran los asistentes. Ver el público con sus saquitos y vestiditos y sus rostros fruncidos de almas sensibles, me generaba una violencia que iba más allá de las posibilidades de conectar con lo que pasaba en escena. No podía mirar.
El sábado fui por primera vez a ver una ópera. Demás está decir que las sensaciones era similares. El público de ese tipo de piezas me sigue pareciendo despreciable. Y ahora, no solo por su snobismo, o su ropa, o sus gestos de almas sensibles y distinguidas que esgrimen en la postura corporal. Esta vez, lo que me generaba una especie de incomodidad insana era preguntarme cómo carajo había hecho yo para estar ahí. ¿Qué había pasado entre mi infancia y esto para que las posiciones se hayan mezclado de tal manera? Y en todo caso, ¿hasta qué punto, en cierto sentido, no seguía siendo lo mismo? Porque la diferencia seguía trazada. Recién a los 30 años había podido ver por primera vez, en vivo, una ópera, mientras de ellos, la mayoría había tenido acceso a la ópera y a los bienes culturales desde chicos. Eso generaba toda una diferencia inasimilable y yo seguía sintiéndome ahí adentro la manzana podrida. El teatro el círculo contribuía con su excesiva carga clásica a esgrimir esa barrera áurea que descontrolaba cualquiera absurdo. El humo que generaba un efecto lúgubre y de claroscuro entre las luces, producía esas tinieblas barrocas de los cuadros que hacía flotar una atmósfera anacrónica. El telón, allá, en el fondo, cortaba la perspectiva.
Empezó la obra. La mezcla de cosas que pasaron por la cabeza fue tan descabellada como la orgía con la cual empezaba Rigoletto. De todos modos, ese ambiente cortesano era como el espejo en el que el público de la obra se duplicaba. Libertinxs en pelotas se mezclaban tras los muros del palacio. Había buenas nalgas y tetas sobre las tablas. Y entre ellos, aparecía el bufón para cortarlo todo. Porque, a diferencia de ese rol al que su tipo lo había relegado, la "maledizione" lo sacaba de la risa y lo hacía caer, en plena orgía, en la peor de las tragedias. Era como un simbronazo de golpe. Fabián, con quien había ido, y a quien le encantaba la ópera, tenía a varios conocidos en escena. Me hacía comentarios contándome la historia de vida de los actores/cantantes. Y yo lo miraba extrañado. Las entonaciones líricas se estiraban hasta el éxtasis de los estados emocionales.
En los intervalos, cuando la luz volvía a los balcones, la vestimenta del público se hacía evidente otra vez. Señoras con los peinados más exóticos, gordos y gordas en todos lados, y brillos y rictus distinguidos que centellaban entre las penumbras. Como en las películas o en la tele. Pero en provincia. Yo sudaba. La diferencia que volvía a aparecer en esos cortes, me producía una reacción corporal que se traducía en nudo de garganta. Cuando la escena volvía, podía entender cómo los gritos desenfrenados de las cantantes generaban una transmisión directa de estados emocionales que se metían en el cerebro. El puro grito, el puro sonido sin significado aparente y directo asociado, hacía que la filha de Rigoletto se revolcara en unas gradas con una calentura tremenda. Parecía una foca en celo.
Me acordaba que la Chava hacía lo mismo en los callejones del pueblo. Solo que en lugar de ponerse a cantar como sirena, con una minifalda cortita, taconeaba en los callejones y terminaba revolcándose en los baldíos con sus amores sin tanto gritito por una pasión no consumada. La Chava la hubiera hecho más sencilla y sin tanta sublime separación. Hubiera entrado cuando la hermana del asesino se acostaba con el duque, la hubiera agarrado de los pelos hasta dejarla pelada y después, lo hubiera cagado a trompadas al duque y se terminaba la historia. Pero el melodrama cortesano no podía permitirse esos arrebatos. Demasiado con que un bufón les gritara en la geta que eran una raza maldita. Apenas si podía tensar todo al éxtasis trágico y del silencio: volver, justamente, noble al bufón a través de la buena acción de su hija desdichada. La señora de enfrente decía algo así como: -No puede ser, qué terrible. Yo la miraba desconcertado. Me parecía increíble que alguien pudiera sorprenderse con una obra del S XIX. Pero así era.
La potencia de la ópera se coagulaba sobre el despliegue de la tensión hacia el final, y los juegos de luces sobre las tablas, como una tormenta analógica que sacudía el espacio igual que la vida maldita de esos personajes lo hacía en escena, terminaron haciéndome olvidar el público, mi infancia, las preguntas sobre qué carajo hacía ahí. No hay nada de sublime en esto, sino algo sumamente banal: frente a todo lo demás comenzó a atormentarme la pregunta estúpida y obvia de por qué tantas veces yo me había expuesto de igual manera ante amores que no valían la pena. Así estamos. Pregunta plebeya e identificatoria, como la del común de los mortales, en medio de las almas distinguidas.
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