I. En un seminario de epistemología de las Ciencias Sociales, la profesora aseguró que no hay que creer en la inocencia de la gente en el momento de elegir una opción política. Es insostenible, de esta manera, una teoría de la manipulación mediática según la cual los medios de comunicación actúan sobre la gente y la obligan a hacer cosas sin elección. Algo tiene que haber para que la gente adhiera a la consigna mediática.
Obvio que la hipótesis, así arrojada, no iba a pasar o a penetrar en mi cabeza sin apelación. No sé, no logro comprender a qué apunta –le dije–, tal vez por cómo está formulada la afirmación, a qué apunta ese “algo” que, según usted, debe haber. Resuena mucho al por algo será o, en todo caso, digo, a qué específicamente se refiere. Entonces, la profesora lo miró desconcertada al Niño C que le clavaba los colmillos imaginarios en la yugular, tratando de contener su violencia originaria.
Claro –comenzó a desarrollar–, ese algo, no debe entenderse como que lo que subyace en la adhesión popular es la realidad, sino “lo real” en un sentido lacaniano; es decir, un trauma que hace evidente la imposibilidad de dar cuenta de lo que pasó, la imposibilidad de dar cuenta de la realidad; pero que, sin embargo, demuestra todo su dolor.
Ahora sí, ahora, me decía entre dientes, se comprende hacia adónde apunta. Yo no les creo nada a ninguno de los que está en el Senado. Allí, cada uno recompone la realidad como lenguaje y la transforma de acuerdo a sus intereses políticos. Es más, sostuvo la profesora, desde mi punto de vista, lo que sucede allí es muy grave, tantos unos como otros han perdido la perspectiva epistemológica; es decir, el consenso que da origen a la verdad y han desatado una lucha por una simple cuota de poder, no por esas palabras abstractas con las que se llenan la boca, como “Patria”, “Pueblo” y demás.
Porque la verdad no es nada más que eso: un acuerdo entre partes y, de esta manera, la han roto y desatado un conflicto que, en nuestro país, responde más a un esquema histórico cíclico, como si hubiera una consciencia cultural que nos interpelara y que nos obligara a repetir el mismo comportamiento según el cual hay que identificar un adversario y destruirlo, borrarlo del mapa.
Es gravísimo lo que pasa, lo que estamos haciendo, todos, desde la dirigencia política hasta nosotros, sentados impasibles frente al televisor del show político –proseguía el monólogo de la profesora. Un televisor que, es cierto, está mostrando también todo su poder, apelando a ese trauma en pos de sus intereses o, mejor dicho, explotando al máximo ese trauma para tener rating o evitar la regulación estatal en materia mediática. Y algo de morbo hay, algo oscuro nos despierta, porque no podemos despegar la mirada del ring televisivo, con un placer insano en la sonrisa de Gioconda o en la indignación mediática que buscamos, sistemáticamente, todos los días para satisfacernos.
II. Si el trauma determina lo real, es porque ha coagulado en experiencia y, ahora, lejos de ser la literatura o el arte los canales en los cuales la misma se evidencia, parecería que el lugar hegemónico son los medios, librados a una guerra de la información opositora/oficialista que de-construye todo tipo de valor en pos de aplastar al adversario. Y en esa guerra, es claro que la víctima y el victimario tienen el mismo estatus, a veces, hasta volverse indescifrables.
Porque si los señores del campo construyeron su miserabilismo exacerbado, imponiéndose como pobres y marginados por el Estado, si Carrió dice que estamos en estado de excepción y nadie reacciona ante semejante barbaridad, si Alfonsín se muere y todos los que no lo querían pasan a quererlo, si un vicepresidente se da el lujo de traicionar el espacio dentro del cual fue votado y se lo acepta, si el gobierno de los Kirchner no puede –porque no lo dejan y porque no tienen la suficiente cintura– llevar a cabo su plan de Gobierno, si la oposición no legisla, sino que se contenta con imponer sus “no” a los proyectos que dicta el ejecutivo, si el país se estanca, cada vez más en medio de la guerra de estos frentes, no sabemos o no podemos determinar quiénes son los verdaderos afectados, porque cada uno se presenta a sí mismo como la Víctima prototípica.
Y ahí es donde el trauma opera y genera sus propias miserias. Porque en ese rol que queremos ocupar, todos, nos hemos olvidado de cuestiones primordiales, como la lucha contra la pobreza de una amplia mayoría de la sociedad, que también son víctimas y, tal vez, más víctimas que los que se presentan como tal. Así, hemos desbarrancado en afirmaciones aberrantes. Por ejemplo, la que emitían en sus cuatro por cuatro los señores del campo, al costado de la ruta: “Que dejen de darle de comer a esos negros para conseguir votos”.
A lo que siguió una cadena de nenes, nenas y señores/señoras de clase media que pedían que los prendan fuego o, en un reclamo más sublimado, mayor seguridad y mayores penas o represión para poder seguir viviendo tranquilos. No importaba, no, que otros vivan y sigan viviendo en la intranquilidad del hambre o del desempleo. No. Tampoco, que los fondos de las retenciones fueran destinados a la reconstrucción de un país devastado social y culturalmente y en infraestructura pública desde los ’90. No. Importaba que a ellos, que sí se habían integrado a la sociedad, porque pudieron comer desde chicos, gracias a un trabajo que todavía era alcanzable y posible, los dejaran tranquilos. Y eso eligieron. Y así estamos.
III. Ahí parece hacer síntoma el trauma. En la búsqueda de tranquilidad de la intranquilidad. Hace pocos días estuve leyendo sobre los cambios acontecidos en el mundo, en Latinoamérica y en Argentina, desde el advenimiento del neoliberalismo en los ’70, ’80 y ’90, cronología que depende de la región y del país. Hay dos textos que, en principio, me impactaron más, en función de lo que movilizan respecto de lo que nos ocurre. Uno, de Ulrich Beck, La sociedad de riesgo mundial; el otro, un pequeño artículo del politólogo Atilio Borón (UBA-CLACSO) titulado “Después del saqueo: el capitalismo Latinoamericano a comienzos del nuevo milenio”.
El libro de Beck asegura que cada vez más avanza la conformación de una sociedad mundial caracterizada por una especie de percepción elaborada en torno de una comunidad de imágenes mediáticas de crisis, alteraciones ecológicas y caos político que parecen estar ahí, a punto de desestabilizar el mundo. Appadurai pensaba en paisajes mediáticos que conformaban la imaginación de los individuos, hasta uniformar una tensión global de componentes nacionales particulares con ciertos parámetros homogéneos hegemónicos. Sospecho que la forma del riesgo que tienden a configurar los medios se ha enraizado con el trauma de un mundo mutante e intranquilo, sujeto a permanentes cambios, cada vez más acelerados y dramáticos. Y que ese trauma se reelabora dentro de las experiencias históricas concretas que los países latinoamericanos han atravesado, por lo menos, en los últimos treinta años.
En nuestro caso, la experiencia del neoliberalismo de los ’90 ha codificado un trauma en la imaginación que retorna en los medios mediante una reelaboración interesada por diferentes grupos que se juegan el reparto del poder y de proyectos políticos distintos. El trauma se edifica sobre un doble fracaso; uno postulado desde el discurso neoliberal ante la imposibilidad y la ineficiencia del Estado de bienestar para contener a la población, y el otro desde los defensores acérrimos del Estado que sostienen y demuestran con la historia la inoperancia de una política basada puramente en las determinaciones del mercado. Esa dicotomía opositiva Estado / Mercado es, en realidad, la puesta en escena del núcleo constitutivo del trauma.
El neoliberalismo de los ’90 demostró, luego de haber instalado la idea de que el Estado era ineficiente, que el mercado era peor aún. Borón es determinante: “la propaganda neoliberal ha cosechado un gran éxito en sus esfuerzos adoctrinadores al hacer que la esfera pública, muy especialmente el estado, sea percibida como un ámbito en donde prevalecen la corrupción, la venalidad, la irresponsabilidad y la demagogia” (p 425). De lo que se deduce que, en su perspectiva, al final de la década de los ’90: “la bancarrota del neoliberalismo se hizo evidente al punto tal que hasta sus más acérrimos partidarios tuvieron que reconocer que ‘la magia de los mercados’ no tenía la menor posibilidad de encontrar una salida positiva a las crisis analizadas en las cumbres, y que para resolver estos problemas lo mejor que podía hacerse era recurrir a los estados” (409).
Es decir, si el neoliberalismo instaló en la imaginación la inutilidad del Estado mediante una táctica de discurso demonizador que condujo a la aceptación pasiva de la descentralización y de la privatización del mismo durante el gobierno menemista, en el final de la década, con los ajustes sistemáticos y el corralito de por medio que condujo al 20 de diciembre de 2001, demostraron que el mercado era más ineficiente que aquél. Entonces, las dos alternativas de gobierno que la dirigencia política presentaba quedaron diezmadas en la imaginación, una por el discurso neoliberal y la otra por el fracaso de la utopía económica nunca cumplida de ese mismo discurso. Se configuró, así, un desencanto social que decantó como trauma.
Y a medida que esa frustración se consumaba, hicieron aparición los medios con una verdadera “norteamericanización” de la política. Según Borón, ésta se caracterizó por la obsesión de los partidos políticos de ocupar el centro del espectro ideológico desde el primado de la videopolítica con insulsos discursos y rebuscados estilos publicitarios. Se condenó, así, a la democracia a una mera forma vacía de contenidos que redundó en imágenes y en eslóganes para acaparar votantes como si fueran la audiencia huidiza del rating de un show televisivo. Cada vez más, los grupos de intereses políticos hicieron de la pantalla un ring a través del cual buscaron ganar votantes. Y el poder de los medios hegemónicos acompañó a unos actores en detrimento de otros de acuerdo a sus intereses económicos y financieros.
Es por eso que, frente a la intranquilidad de la sociedad de riesgo mundial y al melodrama mediático de la política norteamericanizada, lo que se busca es la tranquilidad; a pesar de que todo parece indicar que ésta ya no existe más en el seno de nuestras sociedades fracturadas.
IV. Con todo, el doble desencanto del trauma, hizo que hoy, en nuestro presente, todos se construyeran mediática y políticamente como víctimas. En realidad, podría decirse, que fueron cuatro las víctimas que hegemonizaron el discurso mediático: la oposición, el oficialismo, la gente y los mismos medios. Cada uno luchó desde el discurso por ocupar ese lugar.
La mayoría de la oposición apareció, así, como la Víctima en acto, dado sus claros intereses de retornar a una economía y política de mercado, que aparecen en las declaraciones de Macri, de Carrió y del Pj Disidente. En acto, porque el regreso a una política con un Estado fuerte desde el kirchnerismo va desapareciendo, poco a poco, y a medida que las condiciones lo permiten, el primado del mercado neoliberal, lo cual los torna los afectados directos. Y a pesar de que se insista en el pago de una deuda fraudulenta, el contenido social de las políticas k, tanto de infraestructura pública como de ayuda a sectores marginados mediante jubilaciones y planes de trabajo en cooperativas, la superación relativamente airosa de la crisis financiera mundial, sumado a los mecanismos de control sobre el plantel mediático que pretende una libertad de prensa homóloga a la del comercio neoliberal (traducida para estos grupos en libertad de concentración de los medios y de la opinión) son apenas algunos motivos que ponen en evidencia una torsión a la hegemonía neoliberal por parte del kirchenerismo. Por eso, esa oposición y los medios aparecen y se muestran como víctimas en acto, cada vez más desplazadas frente al retorno a escena del Estado al que se encargaron de demonizar. Pero que, paradójicamente, en los últimos tiempos, y posterior a la asunción de lugares en el senado, la oposición se vuelve víctima en potencia, latente, que va ocupando un lugar más próximo al victimario, a aquél que quiere y, de hecho intenta, asesinar cualquier intento de gobernabilidad kirchnerista.
Pero también, el mismo oficialismo devino, y cada vez con mayor intensidad, una víctima en acto, que sale de su lugar de víctima en potencia plenamente discursiva, frente a esos grupos mediáticos y políticos que no le impiden actuar o que le ponen “palos en la rueda” o trabas judiciales y parlamentarias o que consiguen el respaldo de la gente en apoyo a sectores enriquecidos que diezman sus propias posibilidades de ascenso social y de mejora de las condiciones públicas. Aún cuando esa gente reclame obras y trabajo y escuela, parece no comprender o no quiere comprender que para eso, es necesario el dinero que le dificulta al oficialismo conseguir. Y ese lugar, es cierto, es generado también desde la propia inoperancia del oficialismo no sólo para negociar, sino para comunicar los discursos. Pero no explica, en modo alguno, la adhesión de los votantes a eslóganes de mercado o de personajes publicitarios simpáticos que pretenden gobernar el país mediante frases de choque como Alica, alicate.
Ocurre que también esos votantes, la gente o el pueblo o las masas que hegemonizan las encuestas y los sondeos televisivos o radiales, se construyen como víctimas de la experiencia histórica. Víctimas del fracaso del mercado y creyentes fervorosos de la inoperancia del Estado al cual ven y verán por mucho tiempo como un fracaso también. Es más, las imágenes de saqueo y de precariedad que generaron las privatizaciones y descentralizaciones durante los ’90, les impide comprender o, incluso, ver y aceptar como verdaderas conquistas algunas acciones del Gobierno, como las re-estatizaciones de ciertas empresas. Al contrario, se pronuncian en contra de cualquier avance del Estado y del Gobierno y favorecen en las urnas a una oposición que no quiere saber nada de la presencia del Estado y que vota en el Senado en contra de esas re-estatizaciones. El trauma de los ’90, con su doble fracaso, los lleva, ineluctablemente al desencanto y a la oposición de quienes ocupen el lugar del poder, porque en la experiencia histórica argentina reciente, ese lugar casi siempre fue el de los victimarios.
Sin embargo, la imagen de la víctima es una de las caras de la falsa consciencia. Una imagen que sirve para tranquilizar y quitarse la responsabilidad del presente de encima, delegándola en otros a quienes se acusa de victimarios. Cuando estalló la crisis con el campo, sostuve que el apoyo otorgado al sector redundaría en inestabilidad política y debilitamiento del gobierno, en pos de la conformación de un contrapoder conservador. No pude comprender, entonces, con toda precisión, lo que eso implicaba. Hoy, cuando esas deducciones lógicas se van cumpliendo, entiendo que tal cuestión lleva aparejada, además, un deterioro del país.
Desde la posición de Víctima que cada uno construye, será fácil delegar la culpa en el otro y la gente, el pobre pueblo, desconocerá que en ese deterioro fue una pieza central, que se auto-boicoteó y que, como en el apoyo mayoritario que otorgó a Malvinas, o al proceso militar o al gobierno de Menem votándolo dos veces, ahora tampoco tuvo la razón. Porque la razón no requiere de víctimas ni de victimarios, sino de la asunción de lo que a cada uno le compete en el accionar sobre la realidad. La posición de Víctima implica, por el contrario, una actitud pasiva receptora ante esa realidad que, en breve, de seguir las condicones así, se desmoronará con el peso de una explosión. Y aunque le pese, otra vez, como muchas veces, esa gente votante está actuando contra sí misma y defendiendo los intereses de unos pocos que persiguen el retorno al imperio neoliberal del champagne con pizza, mirando cómo crece una villa miseria al otro lado de la ventana.
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