viernes, 10 de agosto de 2012

Notas insomnes.

I. 
El problema que arrastra el arte contemporáneo, sobre todo la literatura, es un residuo que se automatizó  y que devino tradicional una vez que hubo coagulado y explotado en las vanguardias históricas. Me refiero al sostén panfletario de una línea estética a la cual se amolda la experiencia literaria. Una línea que se sobreimprime para encauzar -¿qué otra cosa puede hacer una línea?- un flujo de experiencia en un vector con un sentido y con una dirección determinada. Se condiciona la literatura y, así, se termina aniquilando todo riesgo y, por lo tanto, cualquier tipo de poder experiencial con el lenguaje.

II.
En este sentido, aunque les pese a muchos, el límite es volverse un estilo o una firma reconocible. Creo que ese es el límite más notorio de las vanguardias que se generalizó como praxis, pero tambíén que devino valor estético. Crear una forma que cree su público y repetirla incansablemente como un gesto de retorno al origen cero de esa experiencia. Se impuso, entonces, un valor estético que devino hegemónico a lo largo del Siglo, y al cual la crítica especializada recurrió para canonizar y esgrimir unas obras sobre otras bajo los criterios de lo nuevo o de lo singular.

III.
El dispositivo objetivista, y a pesar de su indiscutible trabajo de rejuvenecimiento de la poesía argentina desde los '80, no hizo sino atrincherarse en una concepción de la poesía -no se podía hacer ni pensar otra cosa, era el momento, los tiempos lo imponían- y difundió esa visión en diferentes medios, sobreimprimiendo una forma de dicción poética que determinó políticamente la praxis poética. Se generó, así, una forma -un molde- de escribir que propulsó sus propios corrimientos y fugas epigonales desde su interior. Una forma que a pesar de nuestros esfuerzos, nos sigue y nos seguirá atravesando desde la potencia de su pasado.

IV. 
El objetivismo consolidó, así, una supresión de la subjetividad o su control, su fantasmagoría,  reemplazándola por lo que los objetos dicen de nosotros, según declararon algunos de sus representantes. De esta manera, por ser los objetos la materia de la poesía, un panóptico con un sujeto presente como tácito generó una hegemonía de lo visual que, lejos de desarticular la percepción, terminó imponiendo el órgano perceptual hegemónico de la tradición occidental como un centro. Reforzó una hegemonía de la percepción. Es decir, consolidó una forma de decir que devino prácticamente un núcleo automático que se reprodujo en las experiencias posteriores. Construyó su línea, su trinchera, más allá de la cual no fueron por temor a caer en la lagrimita o en la retórica. El problema del objetivismo es que siga siendo objetivista aún después de que el tiempo haya sido.

V. 
Algo semejante ocurrió con César Aira. A través de un procedimiento de pura acción que emula una performatividad maquínica que le permite escribir automáticamente una novela, y después otra y otra, terminó automatizando la experiencia literaria o, por lo menos, paralizándola. Aunque se proponga retornar toda vez a ese punto donde es posible empezar a escribir de cero, una forma automática o ese mismo retorno no son sino una línea tranquilizadora donde generar una diferencia y su valoración. El riesgo que Aira le reclama a Saer por escribir novelas de taller literario termina también aniquilándolo en su automatismo de diferencia y repetición que constituye el continuo narrativo.

VI. 
Estas dos experiencias, con todo su poder, su centralidad y su indiscutible valor dentro de la literatura argentina de los últimos cuarenta años son las puntas visibles de un iceberg que deja entrever la forma de funcionamiento de la literatura y de sus valoraciones. Se trata en ambos casos de la sobreimpresión de una línea tranquilizadora de trabajo, con una consecuente imposición formal dada de antemano sobre/en la literatura.

VII. 
El problema del arte y de la praxis literaria contemporánea no se resuelve, sin embargo, con el retorno a una experiencia mítica, ni a una de lo informe. Tampoco a través de un retorno a una posmo experiencia del pastiche. Ni siquiera a una síntesis romántica universal y progresiva.
Sería preciso asumir la posibilidad de reinvención de una forma en cada poema o en cada serie de poemas o en momentos diferentes de la praxis, evitando, en lo posible, la reificación y cosificación de una sola forma que devenga firma y, por lo tanto, valor en sí misma y, por lo tanto, línea reductora las posibilidades. Sería intentar -aunque fracasemos- abrirnos sin codificar ni condicionar la praxis de antemano. Esto tal vez implique una especie de olvido en el momento de la escritura, una reducción al mínimo de la distancia crítica, para que emerja la Bestia potente y desestabilizadora del arte. Una especie de trance no mítico, sino con la práctica concreta de la literatura como el lugar donde todo es posible.
Claro que esta práctica tiene sus límites: el primero es que el riesgo devenga máxima. Pero no se trata de buscar algo, sino todo lo contario, de que ese algo nos encuentre en la posibilidad de la apertura. Y poner a prueba eso que ahí sale con su fuerza, incluso a partir o atravesando las experiencias previas. Esto pasa muy pocas veces, pero creo que Washington Cucurto, sin dudas, está sumergido en esa fuerza desestabilizante, en esa bestialidad transformadora, conducente a nuevas direcciones y experiencias. Y no lo hace rompiendo e instituyendo un valor de novedad sobre o respecto de las experiencias o las formas previas, sino atravesándolas a partir de una performatividad viva de las circunstancias. Se trataría de una experiencia viva y en vivo que opera en conexión con algo que la desborda y que desborda la literatura misma, obturando e impidiendo su valoración plenamente positiva a partir de sucesivas transformaciones y prácticas. Hay allí una inestabilidad de las formas porque las mismas se sostienen en la experiencia como copia transformadora, diseñante, de las otras, una especie de atolondramiento a partir del cual emerge una Bestia que usa la escritura llevándola hacia donde le da la gana.

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