viernes, 26 de noviembre de 2010
XVII. Viajes
XVI. La otra casa
XV. Los valores de Pablito
XIV. ¿Isla Negra?
XIII. Sobre la pobreza (o la fuga)
XII. Pisco Sour al Congreso de la UPLA
XI. Lo imborrable
De golpe es de noche y de nuevo en la plaza Sotomayor. Sólo que ahora, en un escenario enorme, canta Pedro Aznar. Acaba de irse el francés. Aznar comienza el concierto. Al principio parecía soporífero; monótono, y con unas letras insulsas y plagadas de rimas sin sentido ni ton ni son –al mejor estilo Belén Francese. El Niño C comenzaba a lanzar su veneno ya; pero de golpe, la cosa cambió y algo se apoderó de Aznar y del escenario. Y entonces, lo comprendí todo: tarde o temprano, al artista verdadero, lo asalta eso que unos han llamado el silencio, otros la alucinación, otros el genio, otros la magia y que yo prefiero llamar la Bestia. Y cuando ésta aparece y hace del artista su juguete, cuando lo compromete al punto de que el cuerpo parece desintegrarse o que la vida late y se escenifica en una vibración tensa, nada puede detenerla y ocurre eso que hace que, al menos por una o dos o tres canciones, o por un poema o por un verso, o por un cuento o por una novela o por un trazo en el cuadro aquél, ya no podamos olvidarlo. Hemos entrado en contacto con lo imborrable. Aznar y Valparaíso y la luna arriba ya no se irán de mi cabeza.
X. Valparaíso
IX. Bella-Vista
Chile VIII. Bestias en el museo
Pero de ese edificio, en el otro extremo, se encuentra el Museo de Bellas Artes. También con muestras modestas y con un gran desorden edilicio por refacciones. Una exposición me dejó estupefacto. Se trata de la exhibición colectiva de artistas chilenos del presente: Carlos Altamirano y Gonzalo Díaz. Hay dos cuadros que tienen algo que saca a la Bestia propia y la alimenta.
Uno, de Carlos Altamirano. Una paloma, tal vez de la paz –aunque no es blanca–, o la paloma esa que abunda tanto en Chile o esa otra azul y bandadosa que se reproduce hasta el hartazgo en las producciones poéticas y paisajísticas burguesas. Pero no puede ni quiere ser leída desde cualquiera de esas coordenadas. Y la paloma está abierta en una disección perfecta y diversos ganchos le estiran el pellejo hacia los costados para que podamos ver sus órganos. Uno de esos ganchos, saca el intestino fuera del cuerpo y lo levanta por encima del cuello. La mirada de la paloma trasmite toda la paz y la belleza que se pueda imaginar; pero su corporalidad nos recuerda que ahí no hay nada de espíritu, sino pura materia; mejor dicho, pura violencia ejercida sobre esa materia por un cirujano que ha decidido no ocultar más los órganos y la corporalidad detrás de la mirada beatífica; y vaya uno a saber con qué fines. La obra se sostiene por ese contraste y por la insinuación de que cualquier moral consiste en ocultar la corporalidad interna tras la petrificación de un cirujano ausente –pero siempre presente– de la escena. Y esa tensión es correlativa de la técnica mixta entre impresión y pintura que ha sido empleada, como si el cirujano quisiera ocultar la cualidad pictórica de su obra y eso, como la paloma, no hiciera más que mostrar un artificio hecho de puro cuerpo y de pura intención.
El otro, pertenece a Gonzalo Díaz. Se trata de una obra mixta, mitad impresión, mitad instalación y, en realidad, está compuesta de dos piezas enfrentadas. En una, el artista dibuja un paisaje convencional y mira azorado –pero como puro gesto paródico– hacia afuera. Está enmarcado en una especie de afiche, donde leemos lo siguiente: “PINTURA POR ENCARGO. Se recomienda no hacer más de una al año”. Y más arriba: “Violencia, acción, intriga y performance en la última obra del autor de Km 104. ¡Es una pintura fuera de serie!”. Por fuera, en la pared, se define la performance como aquello que se produce cuando el artista emerge como soporte de la obra. Y entonces, uno atiende a la segunda pieza de esta obra de Díaz. Se trata de una gigantografía de él mismo fotografiando el afiche donde también él mismo pinta un paisaje por encargo. La mercantilización de la obra aparece, así, coagulada en un juego de marcos: el afiche publicitario encierra el marco de la intimidad del taller y, a su vez, ambos están encerrados dentro de la reproductibilidad técnica de la fotografía que, evidentemente, reenvía a esa definición de performance dentro de un museo en el cual un artista no hace más que mostrarse a sí mismo en cada trazo de ejecución de su obra. Y de ahí, de ese juego fetichizado de espejos y de marcos, el artista se desacraliza a sí mismo, parodiando sus propias condiciones de supervivencia y su recaída en trabajos por encargo a los que hay que evitar hacer más de una vez al año. La fuerza performática surge allí donde el soporte que es el artista intenta –en vano– arruinarse a sí mismo y eso es, al fin de cuentas, la única salvaguarda que tiene frente al endiosamiento que el mercado pretende del artista como marca de consumo o como mero afiche publicitario que debe vender una perfección y un aura donde sólo hay intento de supervivencia.
Esas dos obras tienen un poder que no puede definirse simplemente y que hay que ver para comprenderlo. Porque la Bestia desafía cualquier intento de acercamiento o de traducción y obliga, siempre, al uso y a la experiencia personal como únicas formas de contacto con ella, a pesar de que nunca podamos tocarla, dada nuestra insignificancia, nuestra nada, nuestra caducidad sostenida por los ganchos fríos del tiempo.
Chile VII. Dos conclusiones
1-Los precios son carísimos: El librero de Océano nos agrega que se debe al IVA que en el mercado argentino no existe para los libros y a que carecen de sedes o casas centrales en Chile de las multinacionales donde puedan editar e imprimir los textos. Acá las multinacionales editan e imprimen fuera del país y, por eso, los libros pagan impuestos de importación, incluso los de literatura chilena.
2-Los lectores, por lo tanto, son pocos y con gran poder adquisitivo. Pensemos: un solo libro representa entre el 5 o el 10 % de un sueldo. Por eso la Feria es chica y hay tan poca gente en pleno Domingo (esto es parte del modelo que algunos sectores reivindican para Argentina).
Chile VI. De Feria
Es un galpón a orillas del Mapocho que corre marrón desde la montaña bajo puentes y calles y sobre un lecho de lajas y rocas.
Entro. Entra. Entramos. Los stands superan los cincuenta; pero no son más de cien. La primera parte está conformada por una galería de producciones editoriales regionales de Chile. Luego, siguen dos secciones de librerías y editoriales nacionales y multinacionales, más un salón E al costado, con editoras de diferentes países. Por algún motivo, el pequeño stand de Argentina está en la puerta, fuera de los demás países. Los libros exhibidos son pocos y, la mayoría, de autores desconocidos. Es como si hubieran agarrado los libros que tenían a mano y iá, ¿cachai?
El espacio está estructurado en torno a un centro en el que se ubican las Grandes editoras, generalmente multinacionales. Mezcladas con librerías y espacios periféricos emergen sellos como LOM, RIL, Cuarto Propio y Animita cartonera –esta última dentro del stand de una librería en la que apenas exhibe tres ejemplares y una ficha de Excel impresa con la totalidad de los títulos publicados; a diferencia de Alfaguara o Planeta u Océano, que se armaron una librería de shopping en plena Feria. Pero las chiquitas son las que más me atren. Sin embargo, tengo que pasar por Alfaguara, ya que necesito material para la tesis –estos escritores latinoamericanos que no reparan tres segundos en los canales en los que publican; pero es comprensible, necesitan comer y los banco. Así que el Niño C se mete. Encuentra las superestrellas de la literatura chilena del pasado y del presente: Donoso y Fuguet. No sabe si en realidad quería encontrarlos o perderlos, porque gastar en ellos con tantas cosas buenas, puede ser terrible. A Donoso, lo tolera. ¡Pero Fuguet! Salvo los primeros libros, los demás… ¡Qué embole! No entiende qué le encontró Fogwill –aunque Sobredosis es uno de los mejores libros de cuentos de los ’90, eso sí hay que reconocerlo. ¿Habrá sido su pose de desestabilizador de valores artísticos-intelectuales? Tal vez. Pero con la performance que se mandó hace quince días en Rosario, más que provocador o desestabilizador, devino uno de esos tipos que no saben cómo ni por qué han caído en la literatura. Y esto aunque lo diga él, no es un personaje. Es lo más real de ese simulacro de escritor. Su realismo virtual no es suficiente para creer que compone una imagen de periodista que cae en la literatura de casualidad. No. Realmente se nota que es así. No hay algo –salvo en Sobredosis, insisto– que lo desborde por detrás, sino pura escritura para ser consumido en un mercado de lectores urbanos.
¡Encima los precios de estos libros! Pero bueno; es trabajo, y asume que necesita el material para poder ganar unos pesos que alimenten la Bestia. Y los compra. Por suerte, metió a Diamela Eltit y a Nadia en el combo chileno, sino sería penoso, insufrible. Pero además, Fuguet sirve para eso: para mostrar una articulación dependiente del mercado.
Ahora, el librero me dice que por la tarde, Alfonso Fernández –Albert Fuguet estará firmando ejemplares, que puedo venir, si quiero. F dice que él va a traer los libros. Lo conmino a que si se le ocurre semejante atrocidad, los pague él, así lo hago desestir de inmediato de esa maravillosa idea. Nada más patético que los expendedores de firmas en cada stand. En las multinacionales, por ejemplo. Allí, sí, miren, debajo de su gigantografía, vemos al premio Alfaguara de Novela chilena 2010, posando para una foto con un niño en las rodillas, mientras le firma un ejemplar a su madre. Rasgos de nativo exótico en le rostro, con pose de sonrisa intelectual y brazos cruzados en la foto, idéntica a la que Tinelli llevaba en su programa de TV. ¿Se acuerdan de esa de Tito, el guardaespaldas del impresentable Fort, a la que agarraba a las piñas al aire, simulando que él podía con un guardaespaldas? Yo quiero ser Tinelli y agarrar a patadas todas esas gigantografías espantosas. Pero es al pedo, no puedo ni podré nunca con estos expendedores de firmas. Por suerte nunca voy a estar en sus zapatos.
Borges decía que un libro, una vez editado, dejaba de ser de su autor y pasaba a la memoria de los lectores, de sus variaciones y de sus perversidades. Estos no lo deben haber leído o, tal vez, se jactan de desafiar semejante axioma y crean provocarlo insistiendo con marcar con su firma de pertenencia aquello que ya no les pertence. Por eso, el Niño C prefiere a los periféricos, como Nadia o Clemente, cuyos libros se esconden en la pila caóticamente poética de LOM, pero que obligan al lector a enfrentarse con un verso, siquiera, para ver si se llevan y emprenden o no el gasto para participar del juego de las perversidades.
Chile V. Las imposibilidades del desayuno
Pero antes de salir, el Niño C tiene que desayunar. Sin dudas. Desde ayer que apenas come galletitas y sándwiches por nuestra economía devaluada. Es que Chile es carísimo –luego me enteraré que lo es para los mismos chilenos: ganan entre 160.000 (los más) a 300.000 pesos chilenos (los menos); un pasaje en colectivo cuesta 300 (por lo tanto, son 4200 pesos por semana o 17000 al mes, considerando dos viajes al día; lo cual es el 10% del primer sueldo y el 5% del segundo), el descenso por un ascensor y viceversa 100 pesos, un libro 10.000 pesos, tres limones 500 pesos, una cuota en la universidad pública 13.000 pesos, una empanada 900 pesos, un plato de comida en un restaurant 5000 pesos, una gaseosa de litro y medio 1000 pesos y la comida es incomprable , peor que en Argentina, mucho peor.
Pero ahora hay que aprovechar. El Hostel está caro y no le dejo el desayuno ni loco. Baja al comedor. El aire de la mañana pasa con una correntada de ligustros y, ahí, al fondo, se despliegan las mesas circulares de cerámicos con pocillos colorinches y enormes y rodajas de pan lactal envueltas en servilletas. Ahora, mira las mermeladas rojas. ¿Frutos del bosque o frutillas? No sabe. Tampoco quiere saber, porque si algo conoce es que todos los dulces rojos le producen el vómito o casi el vómito. Como si fueran sangre espesa directo al estómago. Y soy cualquier cosa, menos vampiro. Aunque la crítica –esa profesión menor de la escritura literaria– es una especie de vampirismo, como dijo Rafael alguna vez. Pero esto no tiene nada que ver con literatura. Es un desayuno. Y se sienta con recelo.
Toma un saquito de té y unta tres tostadas con manteca –cien por ciento calorías a su cuerpo adelgazado y tiroideo. Sabe que no puede; pero va a comer lo mismo. Después hay tiempo para bajar de peso. Hasta ahora, ni el olor alérgico, ni la gelatina viscosa pudieron frenar el hambre. Hasta que acontece. Por el marco de la puerta, un hombre le pregunta a la Señora de la limpieza algo. La mujer está incómoda. Eso parece porque agacha la cabeza, se rasca o tapa la nariz, se lleva una mano a la boca. Ahora escucha. Le pide por una farmacia y la mujer responde algo que no llego a oír. Pero es suficiente. El tipo atraviesa, corta, rompe el aire del comedor. ¡No lo puedo creer! Manchas de mierda le marmolan el rostro, la panza, la ropa mugrienta y el olor, insoportable, se mete con la manteca y el pan lactal a la boca por la nariz.
El estómago revuelto. Más asco. A duras penas consigo tomar el té. Veo las manchitas de manteca flotando en el líquido y me acuerdo de las otras que todavía están en la percepción, pegadas a la percepción. ¿Será que vinimos a parar a un asilo de hombres de la calle? Es posible. Lo dije desde un principio. La sangre tira (naturalistamente). F ni se dio cuenta, nunca se da cuentas de las catástrofes que suceden a nuestro alrededor. Hasta que nos levantamos y, justo cuando salíamos, en el zaguán, quedamos encerrados, ahí, con el tipo que volvía bolsita en mano desde la farmacia. Al pasar, la mujer que viene a cerrarnos la puerta de calle hizo un gesto desesperado de arcada contenida. Y F largó la carcajada y el Niño C no pudo hacer más que imitarlo, con la geta fruncida.
jueves, 18 de noviembre de 2010
Chile IV, La convención G
sábado, 13 de noviembre de 2010
Chile III
Chile II
Chile I
Sólo diré una cosa: Aerolíneas nos mareó. Así es el comienzo de este viaje. Primero, la empresa nos canceló el vuelo desde Rosario y nos dijo que no nos reintegraba nada, después contrató a Vans Travel, pero le dio una dirección equivocada, luego nos dijo que nos devolvía 58 insignificantes pesos, aunque cinco horas de viaje y sin dormir. Y hoy, recién, la gran noticia: Llegamos y no aparecíamos en el vuelo: nos habían cancelado el pago y reintegrado –a sesenta días- el dinero vía tarjeta de crédito.
Volvimos a cero; aunque no, la reserva se había conservado y tuvimos que pagar otra vez. Es el destino del Niño C. Ser usado por el sistema, estrujado, como a su padre en el campo, mientras cortaba con las manos cayadas la soja por la mitad del sueldo, desde las 5 de la mañana a las 7 de la tarde, porque su patrón le decía, desde su cuatro por cuatro, que estaba en problemas económicos; o como mi mamá, con las várices hinchadas y dolidas de limpiar pasillos de la Escuela. Es el destino de clase. He, perdón, ha comenzado a creer que, efectivamente, algo hay en la sangre o en la herencia o por la Moira prefijado, porque siempre le pasan estos imprevistos en pleno viaje. En Rio perdió las tarjetas de embarque y Lula casi lo deporta por confesar que ingresaba al país a estudiar y sin visado. Una demencia. Aunque también se llama incorporación de un hábito ajeno a su clase. Eso es en el fondo. Y mira el Boeing, en el que nunca viajó, conectarse por tubos traslúcidos a la mole de cemento que avanza bajo sus pies y arriba el cielo y sabe que va a estar allí y no importan los problemas: volará, volaré, como dice una canción.