viernes, 26 de noviembre de 2010

Chile V. Las imposibilidades del desayuno

Recibo un mail de Nadia. Para que vaya al Mapocho por el metro a Bellas Artes. Allí debería haber una librería para encontrar algo de crítica y de literatura chilena contemporánea.
Pero antes de salir, el Niño C tiene que desayunar. Sin dudas. Desde ayer que apenas come galletitas y sándwiches por nuestra economía devaluada. Es que Chile es carísimo –luego me enteraré que lo es para los mismos chilenos: ganan entre 160.000 (los más) a 300.000 pesos chilenos (los menos); un pasaje en colectivo cuesta 300 (por lo tanto, son 4200 pesos por semana o 17000 al mes, considerando dos viajes al día; lo cual es el 10% del primer sueldo y el 5% del segundo), el descenso por un ascensor y viceversa 100 pesos, un libro 10.000 pesos, tres limones 500 pesos, una cuota en la universidad pública 13.000 pesos, una empanada 900 pesos, un plato de comida en un restaurant 5000 pesos, una gaseosa de litro y medio 1000 pesos y la comida es incomprable , peor que en Argentina, mucho peor.
Pero ahora hay que aprovechar. El Hostel está caro y no le dejo el desayuno ni loco. Baja al comedor. El aire de la mañana pasa con una correntada de ligustros y, ahí, al fondo, se despliegan las mesas circulares de cerámicos con pocillos colorinches y enormes y rodajas de pan lactal envueltas en servilletas. Ahora, mira las mermeladas rojas. ¿Frutos del bosque o frutillas? No sabe. Tampoco quiere saber, porque si algo conoce es que todos los dulces rojos le producen el vómito o casi el vómito. Como si fueran sangre espesa directo al estómago. Y soy cualquier cosa, menos vampiro. Aunque la crítica –esa profesión menor de la escritura literaria– es una especie de vampirismo, como dijo Rafael alguna vez. Pero esto no tiene nada que ver con literatura. Es un desayuno. Y se sienta con recelo.
Toma un saquito de té y unta tres tostadas con manteca –cien por ciento calorías a su cuerpo adelgazado y tiroideo. Sabe que no puede; pero va a comer lo mismo. Después hay tiempo para bajar de peso. Hasta ahora, ni el olor alérgico, ni la gelatina viscosa pudieron frenar el hambre. Hasta que acontece. Por el marco de la puerta, un hombre le pregunta a la Señora de la limpieza algo. La mujer está incómoda. Eso parece porque agacha la cabeza, se rasca o tapa la nariz, se lleva una mano a la boca. Ahora escucha. Le pide por una farmacia y la mujer responde algo que no llego a oír. Pero es suficiente. El tipo atraviesa, corta, rompe el aire del comedor. ¡No lo puedo creer! Manchas de mierda le marmolan el rostro, la panza, la ropa mugrienta y el olor, insoportable, se mete con la manteca y el pan lactal a la boca por la nariz.
El estómago revuelto. Más asco. A duras penas consigo tomar el té. Veo las manchitas de manteca flotando en el líquido y me acuerdo de las otras que todavía están en la percepción, pegadas a la percepción. ¿Será que vinimos a parar a un asilo de hombres de la calle? Es posible. Lo dije desde un principio. La sangre tira (naturalistamente). F ni se dio cuenta, nunca se da cuentas de las catástrofes que suceden a nuestro alrededor. Hasta que nos levantamos y, justo cuando salíamos, en el zaguán, quedamos encerrados, ahí, con el tipo que volvía bolsita en mano desde la farmacia. Al pasar, la mujer que viene a cerrarnos la puerta de calle hizo un gesto desesperado de arcada contenida. Y F largó la carcajada y el Niño C no pudo hacer más que imitarlo, con la geta fruncida.

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