viernes, 26 de noviembre de 2010

Chile VIII. Bestias en el museo

Las marcas del terremoto no dejan de persistir. Enfrente del centro cultural El Mapocho, se extiende un parque en el que nos metimos y terminamos acá, en La escuela de Bellas Artes. La fachada está agrietada y hay desprendimientos inmensos de mampostería. Si entrás al MAC (Museo de Arte Contemporáneo) te topás con la exhibición de un bloque de techo en la entrada. Pero lo más interesante del MAC son sus exposiciones que, aunque reducidas, atrapan con una especie de atracción que te deja con ganas de más. Y una de ellas, no casualmente, reproduce el video de cómo unos artistas repararon simbólicamente la fachada después del sismo. Y el mural está ahí detrás: una muralla de hojas A4 que ensamblan las diversas partes del frente, una al lado de la otra, con minotauros y seres deformes. Y en la pared, rajaduras y rajaduras y un desprendimiento de revoque que parece el mapa de chile –de hecho, no sé si es o no un simulacro, porque es tan parecido al mapa, que me lo confundí con él apenas entré y sólo después de un largo rato, pude darme cuenta de que no era un mapa, sino desprendimiento.
Pero de ese edificio, en el otro extremo, se encuentra el Museo de Bellas Artes. También con muestras modestas y con un gran desorden edilicio por refacciones. Una exposición me dejó estupefacto. Se trata de la exhibición colectiva de artistas chilenos del presente: Carlos Altamirano y Gonzalo Díaz. Hay dos cuadros que tienen algo que saca a la Bestia propia y la alimenta.
Uno, de Carlos Altamirano. Una paloma, tal vez de la paz –aunque no es blanca–, o la paloma esa que abunda tanto en Chile o esa otra azul y bandadosa que se reproduce hasta el hartazgo en las producciones poéticas y paisajísticas burguesas. Pero no puede ni quiere ser leída desde cualquiera de esas coordenadas. Y la paloma está abierta en una disección perfecta y diversos ganchos le estiran el pellejo hacia los costados para que podamos ver sus órganos. Uno de esos ganchos, saca el intestino fuera del cuerpo y lo levanta por encima del cuello. La mirada de la paloma trasmite toda la paz y la belleza que se pueda imaginar; pero su corporalidad nos recuerda que ahí no hay nada de espíritu, sino pura materia; mejor dicho, pura violencia ejercida sobre esa materia por un cirujano que ha decidido no ocultar más los órganos y la corporalidad detrás de la mirada beatífica; y vaya uno a saber con qué fines. La obra se sostiene por ese contraste y por la insinuación de que cualquier moral consiste en ocultar la corporalidad interna tras la petrificación de un cirujano ausente –pero siempre presente– de la escena. Y esa tensión es correlativa de la técnica mixta entre impresión y pintura que ha sido empleada, como si el cirujano quisiera ocultar la cualidad pictórica de su obra y eso, como la paloma, no hiciera más que mostrar un artificio hecho de puro cuerpo y de pura intención.
El otro, pertenece a Gonzalo Díaz. Se trata de una obra mixta, mitad impresión, mitad instalación y, en realidad, está compuesta de dos piezas enfrentadas. En una, el artista dibuja un paisaje convencional y mira azorado –pero como puro gesto paródico– hacia afuera. Está enmarcado en una especie de afiche, donde leemos lo siguiente: “PINTURA POR ENCARGO. Se recomienda no hacer más de una al año”. Y más arriba: “Violencia, acción, intriga y performance en la última obra del autor de Km 104. ¡Es una pintura fuera de serie!”. Por fuera, en la pared, se define la performance como aquello que se produce cuando el artista emerge como soporte de la obra. Y entonces, uno atiende a la segunda pieza de esta obra de Díaz. Se trata de una gigantografía de él mismo fotografiando el afiche donde también él mismo pinta un paisaje por encargo. La mercantilización de la obra aparece, así, coagulada en un juego de marcos: el afiche publicitario encierra el marco de la intimidad del taller y, a su vez, ambos están encerrados dentro de la reproductibilidad técnica de la fotografía que, evidentemente, reenvía a esa definición de performance dentro de un museo en el cual un artista no hace más que mostrarse a sí mismo en cada trazo de ejecución de su obra. Y de ahí, de ese juego fetichizado de espejos y de marcos, el artista se desacraliza a sí mismo, parodiando sus propias condiciones de supervivencia y su recaída en trabajos por encargo a los que hay que evitar hacer más de una vez al año. La fuerza performática surge allí donde el soporte que es el artista intenta –en vano– arruinarse a sí mismo y eso es, al fin de cuentas, la única salvaguarda que tiene frente al endiosamiento que el mercado pretende del artista como marca de consumo o como mero afiche publicitario que debe vender una perfección y un aura donde sólo hay intento de supervivencia.
Esas dos obras tienen un poder que no puede definirse simplemente y que hay que ver para comprenderlo. Porque la Bestia desafía cualquier intento de acercamiento o de traducción y obliga, siempre, al uso y a la experiencia personal como únicas formas de contacto con ella, a pesar de que nunca podamos tocarla, dada nuestra insignificancia, nuestra nada, nuestra caducidad sostenida por los ganchos fríos del tiempo.

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