miércoles, 22 de enero de 2014

El Sur XI

El golfo, dicen, tiene la forma de una C; pero desde acá no se ve. Nos alejamos de la manada y nos perdimos entre las sierras. Trepamos. El suelo se descascara y caen arenillas tras nosotros. En realidad, no sé si es un suelo. Es un cúmulo de algo raro: caracoles, arena, minerales que se amontonan y semisolidifican. ¿Y si la montaña se desintegra y nos hundimos en una sopa de mar? Hay varias cuevas enormes que se abren en paredes de esponja. ¿Serán los pasajes secretos de los Gay-man? Nos metemos en algunas, sacamos fotos, las recorremos; pero no. En una, hay un sillón diminuto, basura y unos barrotes que tapan el paso. Restos de un pasado que insiste. Y que no puede ser de ellos porque no son así de chiquitos como esos muebles. ¿O será una aberración más lo de los patagones y pretenderemos encontrar, todavía doscientos años después, el oro de los césares? 
Desisto de buscarlos y vuelvo a escalar, a desandar caminitos perdidos y matas de arbustos. Las gaviotas gravitan alrededor. Más allá veo a una de las pibitas del cole que camina lejos, lejísimo y nos hace señas incomprensibles. Creo que nos saluda. Entonces, aparece enfrente una Wachi rosada que nos mira. Coquetea y se aleja, primero por intervalos, hasta que, después, vuela altísimo y ya no está más. Pienso en mi Wachi, allá, con su abuela, extrañándonos como loca y acto seguido me pierdo en el mar, para olvidar la angustia y recordar que también deseo conocer el Sur.
El mar se abre infinito desde la altura. Puerto Pirámide queda diminuto, encerrado en la meseta escalonada que cae en el agua. Y, entonces, cuando todo parece tranquilidad y color, nos damos cuenta de que si queremos volver, hay millones de caminitos de regreso y no va a ser fácil. Decidimos regresar. Oigo ruido de sonajeros entre los arbustos. Sé qué es, pero no quiero decirlo para que no se vuelva real. Camino. El sol quema. Hay senderos que se abren como racimos por todos lados, multiplicados en círculos y bifurcaciones incesantes. Avanzamos sin avanzar porque volvemos al mismo punto. Vuelve la Wachi y se posa en el mismo lugar donde la vimos partir. Nos mira con gozo. Fabián está agotado.  ¿Y la piba que vimos allá, alto? ¿Cómo va a volver? ¿Andaba perdida, allá, y por eso nos hacía señas como una marioneta desenfocada?¿Si nos perdemos los tres y nadie nota la ausencia?
En ese momento, veo una especie de riacho seco que desciende. Agarro por él, pero me deja en la ladera este de la playa, en un precipicio de más de cien metros, que cae en el mar. Es la última alternativa. Si no encuentro el camino, me tiro por él y vuelvo a nados. Avanzo un poco más en línea recta. Encuentro otro riacho y decido seguirlo. Pero al mirar atrás, para decirle que me siga, Fabián no está más. Me desespero. Quiero bajar de ahí urgente. Pero no hay caso. Puerto Pirámides sigue allá, lejos, y abajo. No parece que hubiese emprendido el descenso hace más de media hora. Ni ahí. Lejísimo, miren, se ve una remera blanca en movimiento. Es la piba que reaparece. Viene por detrás. No estoy solo en esta catástrofe, al menos.
El riacho desemboca en una especie de hueco enorme en medio del cerro. Es imponente. Pedacitos de roca bajan en cascadas que mueve el viento y se acumulan en los costados. Forman una laguna de piedritas. Subo por el lado norte y, así, veo, a unos cuantos metros, una escalinata que baja a la playa del pueblo. Respiro; pero cuando me doy vuelta alcanzo a entender dónde me había dejado el río seco: en el medio de una de las huellas gigantes de los Gay-man. Desde el dedo gordo entra Fabián. La piba sale por el meñique. Los dos se quedan, como yo, absortos en el centro de la escena.

No hay comentarios: