viernes, 10 de enero de 2014

El Sur IX

La guía de Madryn enseña a volar en las ráfagas de viento. Es chistosa; aunque esto de volar resulte metafórico: se trata de hacer que el viento nos sostenga aunque nos tiremos hacia atrás. Los guías tienen que hacer soportable el viento incesante para el turismo y hacen estas cosas. Parecemos todos pingüinos estúpidos tratando de imitarla. Me retiro. Su tonito de bonachona simpática y falsa me hace intuir lo peor. 

La marea turqueza llega casi a la altura de los edificios. Como si el mar estuviera dispuesto a tragarnos. Pero no reparamos en este detalle. De la nada, Élida -la Bufón- se acerca. Desenrolla sus rencores paranoicos. Dice que sabe que acá hay gente que no la soporta, que Cristina -Naricitas- es malísima porque la ridiculizó ayer en la casa del té, que ella no es tonta y que sabe que es porque no aguantan que  hable con los jóvenes, que Cristina es una vieja verde celosa, que ella es terapista ocupacional y sabe leer el lenguaje de los cuerpos, las actitudes, los gestos y que, en este viaje, somos pocos los que valemos la pena, que nunca se agarró de los pelos con nadie, pero que está a punto de hacerlo, porque si la buscan va a terminar revolcada con alguien en breve y Cristina se compró todos los números. 
Me asusta Élida. Hay algo de imprevisible en ella que puede despertar la peor de las  bestias. Le doy una palmada en la espalda. No sé qué hacer ni qué decir. Si calmarla o ayudarla a que su bestia sea de una vez. 


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