La aberración aparece. Desde el inicio, todo viaje revela sus peligros. Cuando bajamos a una YPF, en Pique, quedé atemorizado definitivamente: al mirar descender a la compañía de marineros, tomamos consciencia (Fabián y yo) de que éramos parte de una colección de piratas aberrantes. Había, incluso, quienes no tenían íntegros todos los miembros del cuerpo, y hasta unas especies de mamuts peludos. Incluso, llegamos a la conclusión de que Viviana Canosa se había camuflado de jubilada y estaba entre nosotros. Viene, mírenla, caminando por la pasarelita del minimarket con crocs y joggings tan estridentes como su pelo. Silenciosa. Al ver, así, semejante colección de aberraciones (de las que somos parte), no sé por qué, de repente, fue un click: toda la escena era una reactualización del viaje de Bola de Sebo, ese cuento tan bestial de Maupassant. Estaba, claro, la carreta modernizada y sin tracción a sangre, aunque con una cantidad de personas mayor -y hasta había más de una bola de sebo que sería el señuelo para la cacería o el sacrificio burgués del viaje. ¿Dónde estábamos nosotros? ¿Qué sucedería si el peligro se hacía real? ¿Seríamos los sacrificados por la colección de piratas aberrantes? Si me dan a elegir, prefiero ser el verdugo. Siempre. Pero los roles, en viaje, nunca se eligen.
No hay comentarios:
Publicar un comentario