El colectivo va inmantado al Sur. La cruz del Sur, arriba, adquiere una orientación extraña. Nunca vista. Está recta. Su extremo largo coincide con nosotros. Y allá, adelante, de golpe, emergen llamas. No es una ilusión óptica. No es el miedo tampoco y aún vigente de traspasar una frontera donde matamos una parte de nosotros por un beneficio civilizatorio. No. La frontera, cruzarla, mejor dicho, es aún en pleno S XXI, la inminencia de un desastre. Un malón o una matanza (del desierto) fantasmal que desencadena llamaradas gigantes sobre las banquinas. Y que nos quieren devorar. En realidad, no, ahora, visto mejor, en medio del caos, no sabemos cómo pero el fuego corta en zigzag la ruta. Y no respeta banquina alguna. Nada de banquinas. Las llamas nos cercan. Y no hay nadie. Pero nadie. Solo fuego que corta el camino y se come los árboles, los pastizales, los corrales, los alambres, el cemento, las demarcaciones. Nos come a nosotros. Nos quiere comer, mientras el colectivo intenta avanzar, lentísimo, a través de ellas. Las ruedas crujen y los vidrios se calientan y se tapan de cenizas. Creo o imagino -ya no sé- que las ruedas se desintegran y vuelan y dejan empañadas de gris las ventanillas. Se oyen los primeros gritos en el interior de la carreta. Hace calor. Mucho. Y ahora se frena, no avanza. Quedamos rodeados, en medio de las llamas. ¿Y si el Sur es, en verdad, el fin del mundo? ¿Quién dijo que un viaje turístico anula la aventura, el riesgo o el peligro? Rodeados, sí, no solo por la colección de piratas aberrantes, sino por las llamas, ¿quién puede sostener esto? Por más confort, cambios o mutaciones, esto no difiere demasiado, no, ni de esas carretas europeas y burguesas llenas del peligro de la hipocresía social, ni tampoco, menos aún, de esas caletas que atravesaban el llamado desierto bárbaro que intimidaba a cualquiera que se quisiera civilizado. Esto es el mismo desastre. El guía pide que nos quedemos en el coche, asustadísimo. Y saca un matafuegos de un costado y una colcha de uno de los boxes. Se pone con los choferes, en plena ruta, a trapear y a enfriar las llamas que nos cuecen al espiedo. Apagan, como pueden, un pequeño sendero y se meten a la cabina de nuevo. Las señoras gritan. Exigen explicaciones. Llaman a la policía desde sus celulares. Algunas entran en un ataque de nervios porque no tienen señal y repiten, con la voz en alto y como autómatas, que nadie las atiende . Otras se abrazan entre ellas en sus asientos. Lloran. Nosotros miramos, oímos, sudamos y esperamos (no queda otra que la espera hasta el momento oportuno para actuar). Pero el colectivo arranca otra vez. Se oyen insultos. Los hombres dicen que quieren bajar a abrir camino, así el colectivo pasa con más comodidad, sin riesgo de que vuele por los aires con el combustible hirviendo. Porque debe estar hirviendo ya. Como nosotros adentro. Y entonces, no sé cómo, logramos pasar en medio de unas llamas gigantes. Lentísimo. Pero pasamos.
Las quejas no tardan. ¿Cómo y por qué los choferes y el guía no llamaron a los bomberos antes de tirarnos, así, como leones, a los círculos infernales del fuego en el camino?
Temo más por nuestras vidas ante esos levísimos comentarios postcrisis, que ante las llamas que van quedando atrás como un resplandor arborescente y naranja en la noche sin luna.
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