No era una librería lo del Mapocho. Entendí todo mal, como siempre. Y por suerte, ya que del error –como enseña Aira– no sólo puede salir un estilo, sino siempre la máxima, la auténtica experiencia. El lugar era la Feria Internacional del Libro de Santiago. Y cierra hoy. 2000 pesos chilenos la entrada –les digo: casi más caro que el pasaje en bus a Valparaíso, similar al funicular del Cerro a la Virgen, igual a un plato de comida chatarra y minúscula en el centro, un tercio de la estadía en el hostel. Pero estamos acá y pagamos.
Es un galpón a orillas del Mapocho que corre marrón desde la montaña bajo puentes y calles y sobre un lecho de lajas y rocas.
Entro. Entra. Entramos. Los stands superan los cincuenta; pero no son más de cien. La primera parte está conformada por una galería de producciones editoriales regionales de Chile. Luego, siguen dos secciones de librerías y editoriales nacionales y multinacionales, más un salón E al costado, con editoras de diferentes países. Por algún motivo, el pequeño stand de Argentina está en la puerta, fuera de los demás países. Los libros exhibidos son pocos y, la mayoría, de autores desconocidos. Es como si hubieran agarrado los libros que tenían a mano y iá, ¿cachai?
El espacio está estructurado en torno a un centro en el que se ubican las Grandes editoras, generalmente multinacionales. Mezcladas con librerías y espacios periféricos emergen sellos como LOM, RIL, Cuarto Propio y Animita cartonera –esta última dentro del stand de una librería en la que apenas exhibe tres ejemplares y una ficha de Excel impresa con la totalidad de los títulos publicados; a diferencia de Alfaguara o Planeta u Océano, que se armaron una librería de shopping en plena Feria. Pero las chiquitas son las que más me atren. Sin embargo, tengo que pasar por Alfaguara, ya que necesito material para la tesis –estos escritores latinoamericanos que no reparan tres segundos en los canales en los que publican; pero es comprensible, necesitan comer y los banco. Así que el Niño C se mete. Encuentra las superestrellas de la literatura chilena del pasado y del presente: Donoso y Fuguet. No sabe si en realidad quería encontrarlos o perderlos, porque gastar en ellos con tantas cosas buenas, puede ser terrible. A Donoso, lo tolera. ¡Pero Fuguet! Salvo los primeros libros, los demás… ¡Qué embole! No entiende qué le encontró Fogwill –aunque Sobredosis es uno de los mejores libros de cuentos de los ’90, eso sí hay que reconocerlo. ¿Habrá sido su pose de desestabilizador de valores artísticos-intelectuales? Tal vez. Pero con la performance que se mandó hace quince días en Rosario, más que provocador o desestabilizador, devino uno de esos tipos que no saben cómo ni por qué han caído en la literatura. Y esto aunque lo diga él, no es un personaje. Es lo más real de ese simulacro de escritor. Su realismo virtual no es suficiente para creer que compone una imagen de periodista que cae en la literatura de casualidad. No. Realmente se nota que es así. No hay algo –salvo en Sobredosis, insisto– que lo desborde por detrás, sino pura escritura para ser consumido en un mercado de lectores urbanos.
¡Encima los precios de estos libros! Pero bueno; es trabajo, y asume que necesita el material para poder ganar unos pesos que alimenten la Bestia. Y los compra. Por suerte, metió a Diamela Eltit y a Nadia en el combo chileno, sino sería penoso, insufrible. Pero además, Fuguet sirve para eso: para mostrar una articulación dependiente del mercado.
Ahora, el librero me dice que por la tarde, Alfonso Fernández –Albert Fuguet estará firmando ejemplares, que puedo venir, si quiero. F dice que él va a traer los libros. Lo conmino a que si se le ocurre semejante atrocidad, los pague él, así lo hago desestir de inmediato de esa maravillosa idea. Nada más patético que los expendedores de firmas en cada stand. En las multinacionales, por ejemplo. Allí, sí, miren, debajo de su gigantografía, vemos al premio Alfaguara de Novela chilena 2010, posando para una foto con un niño en las rodillas, mientras le firma un ejemplar a su madre. Rasgos de nativo exótico en le rostro, con pose de sonrisa intelectual y brazos cruzados en la foto, idéntica a la que Tinelli llevaba en su programa de TV. ¿Se acuerdan de esa de Tito, el guardaespaldas del impresentable Fort, a la que agarraba a las piñas al aire, simulando que él podía con un guardaespaldas? Yo quiero ser Tinelli y agarrar a patadas todas esas gigantografías espantosas. Pero es al pedo, no puedo ni podré nunca con estos expendedores de firmas. Por suerte nunca voy a estar en sus zapatos.
Borges decía que un libro, una vez editado, dejaba de ser de su autor y pasaba a la memoria de los lectores, de sus variaciones y de sus perversidades. Estos no lo deben haber leído o, tal vez, se jactan de desafiar semejante axioma y crean provocarlo insistiendo con marcar con su firma de pertenencia aquello que ya no les pertence. Por eso, el Niño C prefiere a los periféricos, como Nadia o Clemente, cuyos libros se esconden en la pila caóticamente poética de LOM, pero que obligan al lector a enfrentarse con un verso, siquiera, para ver si se llevan y emprenden o no el gasto para participar del juego de las perversidades.
Es un galpón a orillas del Mapocho que corre marrón desde la montaña bajo puentes y calles y sobre un lecho de lajas y rocas.
Entro. Entra. Entramos. Los stands superan los cincuenta; pero no son más de cien. La primera parte está conformada por una galería de producciones editoriales regionales de Chile. Luego, siguen dos secciones de librerías y editoriales nacionales y multinacionales, más un salón E al costado, con editoras de diferentes países. Por algún motivo, el pequeño stand de Argentina está en la puerta, fuera de los demás países. Los libros exhibidos son pocos y, la mayoría, de autores desconocidos. Es como si hubieran agarrado los libros que tenían a mano y iá, ¿cachai?
El espacio está estructurado en torno a un centro en el que se ubican las Grandes editoras, generalmente multinacionales. Mezcladas con librerías y espacios periféricos emergen sellos como LOM, RIL, Cuarto Propio y Animita cartonera –esta última dentro del stand de una librería en la que apenas exhibe tres ejemplares y una ficha de Excel impresa con la totalidad de los títulos publicados; a diferencia de Alfaguara o Planeta u Océano, que se armaron una librería de shopping en plena Feria. Pero las chiquitas son las que más me atren. Sin embargo, tengo que pasar por Alfaguara, ya que necesito material para la tesis –estos escritores latinoamericanos que no reparan tres segundos en los canales en los que publican; pero es comprensible, necesitan comer y los banco. Así que el Niño C se mete. Encuentra las superestrellas de la literatura chilena del pasado y del presente: Donoso y Fuguet. No sabe si en realidad quería encontrarlos o perderlos, porque gastar en ellos con tantas cosas buenas, puede ser terrible. A Donoso, lo tolera. ¡Pero Fuguet! Salvo los primeros libros, los demás… ¡Qué embole! No entiende qué le encontró Fogwill –aunque Sobredosis es uno de los mejores libros de cuentos de los ’90, eso sí hay que reconocerlo. ¿Habrá sido su pose de desestabilizador de valores artísticos-intelectuales? Tal vez. Pero con la performance que se mandó hace quince días en Rosario, más que provocador o desestabilizador, devino uno de esos tipos que no saben cómo ni por qué han caído en la literatura. Y esto aunque lo diga él, no es un personaje. Es lo más real de ese simulacro de escritor. Su realismo virtual no es suficiente para creer que compone una imagen de periodista que cae en la literatura de casualidad. No. Realmente se nota que es así. No hay algo –salvo en Sobredosis, insisto– que lo desborde por detrás, sino pura escritura para ser consumido en un mercado de lectores urbanos.
¡Encima los precios de estos libros! Pero bueno; es trabajo, y asume que necesita el material para poder ganar unos pesos que alimenten la Bestia. Y los compra. Por suerte, metió a Diamela Eltit y a Nadia en el combo chileno, sino sería penoso, insufrible. Pero además, Fuguet sirve para eso: para mostrar una articulación dependiente del mercado.
Ahora, el librero me dice que por la tarde, Alfonso Fernández –Albert Fuguet estará firmando ejemplares, que puedo venir, si quiero. F dice que él va a traer los libros. Lo conmino a que si se le ocurre semejante atrocidad, los pague él, así lo hago desestir de inmediato de esa maravillosa idea. Nada más patético que los expendedores de firmas en cada stand. En las multinacionales, por ejemplo. Allí, sí, miren, debajo de su gigantografía, vemos al premio Alfaguara de Novela chilena 2010, posando para una foto con un niño en las rodillas, mientras le firma un ejemplar a su madre. Rasgos de nativo exótico en le rostro, con pose de sonrisa intelectual y brazos cruzados en la foto, idéntica a la que Tinelli llevaba en su programa de TV. ¿Se acuerdan de esa de Tito, el guardaespaldas del impresentable Fort, a la que agarraba a las piñas al aire, simulando que él podía con un guardaespaldas? Yo quiero ser Tinelli y agarrar a patadas todas esas gigantografías espantosas. Pero es al pedo, no puedo ni podré nunca con estos expendedores de firmas. Por suerte nunca voy a estar en sus zapatos.
Borges decía que un libro, una vez editado, dejaba de ser de su autor y pasaba a la memoria de los lectores, de sus variaciones y de sus perversidades. Estos no lo deben haber leído o, tal vez, se jactan de desafiar semejante axioma y crean provocarlo insistiendo con marcar con su firma de pertenencia aquello que ya no les pertence. Por eso, el Niño C prefiere a los periféricos, como Nadia o Clemente, cuyos libros se esconden en la pila caóticamente poética de LOM, pero que obligan al lector a enfrentarse con un verso, siquiera, para ver si se llevan y emprenden o no el gasto para participar del juego de las perversidades.
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