Mientras la ruta pasa por el costado, el Niño C mira las fotos de la cordillera, de Buenos Aires inmenso en la noche de un atardecer con tormentas mientras descendían en Ezeiza, se acuerda del tipo de Van travel que se perdió en el aeropuerto una hora cuarenta y cinco minutos, que luego no embocaba el peaje manual cerca de Campana, que puteaba como loco, mientras él trataba de ponerle el cinturón a F que se había dormido. Después cierra la notebook y mira los corrales. Esto no es Santiago, ni Valpo. No están en el 612 a la Sebastiana que parecía una montaña rusa, pero chilena, entre las casas. La voz del tipo que les dijo: A veces, los colectivos terminan en el living de las casas, no la oye más. Se apagó. Pero hay imágenes. Una bandera inmensa, un faro con publicidades en pantallas al aire libre, alto, una biblioteca sin material, un ascensor a la orilla de una bahía, pelícanos y gaviotas paralizadas por un flash. Y la entrada por Oroño en plena noche. Las valijas abiertas en el suelo de su casa. El quilombo del regreso. Y la mañana. Subidos al auto y otra vez en la ruta y ahora, lejos, en una penumbra, aparecen los dos edificios; pero esto no es Rosario; es Leones y no entiende cómo se atraviesa así como así el espacio, la geografía. A Lucio Mansilla le llevó volúmenes reunir la Excursión, diarios y diarios publicar sus sueños sobre la Pampa, explicar eso que era un viaje. Nosotros soñamos y ya estábamos en otro lado. Ni cuenta nos dimos de la alteración del paisaje. Y encima ya no había indios con los cuales aprender algo más de la civilización.
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