Nos pasamos la tarde en el laberinto de ruinas. Recorriendo calles, Iglesias, miradores, subiendo y bajando los pocos ascensores que quedan en el mundo neoliberal de este Chile privatizado. Estamos hartos de ver tantos carabineros ir y venir y la gente que nos grita que no tengamos la cámara en la mano, que no saquemos plata en la calle, que tengamos cuidado con las mochilas. La paranoia del Niño C comienza a crecer y donde había una ciudad portuaria, ahora es la Rosinha en su máximo esplendor. Se hace apuñalado, baleado, golpeado, quebrado por algún pololo cabrón. Pero no. Hasta ahora, lo máximo que nos pasó fue que nos gritaron si queríamos crack o éxtasis, la droga del amor, en una de las plazoletas. Obvio que nos hacemos los boludos. El Niño C mientras se come otro hojaldre con manjar; F una torta de chocolate. Y entonces, como no les damos pelota, nos quieren hablar en inglés y nos insinúan cosas. Sigo en la mía y se dejan de joder. Al rato, un viejo hace señas para que vaya. Por la mirada sé con qué intenciones. Minga, viejo, minga, así decimos en Argentina. Y el Niño C lo deja con la baba. Ahorcada.
De golpe es de noche y de nuevo en la plaza Sotomayor. Sólo que ahora, en un escenario enorme, canta Pedro Aznar. Acaba de irse el francés. Aznar comienza el concierto. Al principio parecía soporífero; monótono, y con unas letras insulsas y plagadas de rimas sin sentido ni ton ni son –al mejor estilo Belén Francese. El Niño C comenzaba a lanzar su veneno ya; pero de golpe, la cosa cambió y algo se apoderó de Aznar y del escenario. Y entonces, lo comprendí todo: tarde o temprano, al artista verdadero, lo asalta eso que unos han llamado el silencio, otros la alucinación, otros el genio, otros la magia y que yo prefiero llamar la Bestia. Y cuando ésta aparece y hace del artista su juguete, cuando lo compromete al punto de que el cuerpo parece desintegrarse o que la vida late y se escenifica en una vibración tensa, nada puede detenerla y ocurre eso que hace que, al menos por una o dos o tres canciones, o por un poema o por un verso, o por un cuento o por una novela o por un trazo en el cuadro aquél, ya no podamos olvidarlo. Hemos entrado en contacto con lo imborrable. Aznar y Valparaíso y la luna arriba ya no se irán de mi cabeza.
De golpe es de noche y de nuevo en la plaza Sotomayor. Sólo que ahora, en un escenario enorme, canta Pedro Aznar. Acaba de irse el francés. Aznar comienza el concierto. Al principio parecía soporífero; monótono, y con unas letras insulsas y plagadas de rimas sin sentido ni ton ni son –al mejor estilo Belén Francese. El Niño C comenzaba a lanzar su veneno ya; pero de golpe, la cosa cambió y algo se apoderó de Aznar y del escenario. Y entonces, lo comprendí todo: tarde o temprano, al artista verdadero, lo asalta eso que unos han llamado el silencio, otros la alucinación, otros el genio, otros la magia y que yo prefiero llamar la Bestia. Y cuando ésta aparece y hace del artista su juguete, cuando lo compromete al punto de que el cuerpo parece desintegrarse o que la vida late y se escenifica en una vibración tensa, nada puede detenerla y ocurre eso que hace que, al menos por una o dos o tres canciones, o por un poema o por un verso, o por un cuento o por una novela o por un trazo en el cuadro aquél, ya no podamos olvidarlo. Hemos entrado en contacto con lo imborrable. Aznar y Valparaíso y la luna arriba ya no se irán de mi cabeza.
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