Es martes. Así que nos vamos a Valparaíso. Tomamos el ómnibus en La estación Pajaritos y ya nos ven, cruzando la precordillera en dirección al océano. Lo que no era perceptible antes, ahora, parece salir en medio al cruce del país: la pobreza. Veo los primeros ranchos apilados sobre las montañas; otros, al costado de la ruta. Pero indefectiblemente, no hay villas o pareciera que no. Son unas pocas casas amontonadas aquí o allá. La pobreza está generalizada en el interior de los bolsillos nomás. El paisaje es similar al de Salta, sólo que del otro lado de la cordillera. La mayoría de las sierras están secas y apenas un par de espinillos cubren algunas. Más adelante, la vegetación se adensa, en medio de unas nubes negras que nos pasan cerca, enserio, ¿no ven? Pero de golpe, todo se corta y lo que no era, es. La pobreza despliega sus casillas porteñas apiladas unas sobre las otras, con los colores típicos del mar: celeste, amarillos, verdes aguas, rojos. Uno al lado del otro, intermitentes. Y las paredes descascaradas y las chapas hundidas o dobladas y las fachadas de las pocas construcciones coloniales de cemento o de materiales más resistentes se caen de antigüedad. Valaparaíso muestra su pobreza mezclada con un anacronismo arquitectónico al que el tiempo ha desgastado avejentándolo. Y ese parece ser el atractivo arquitectónico de este patrimonio de la humanidad. En la terminal, preguntamos si tomamos un colectivo o un taxi. Que el auto, nos va a arrancar la cabeza, nos va a dejar pelados, nos dice la señora. Que tomemos un bus en la parada, ahisito pregunten, nomás, ¿iá? Y lo hacemos. Nos ven tan desorientados que una mujer se acerca y empieza a parar los buses y meta pregunta y pregunta hasta que da con uno que nos deja por Playa ancha donde está el Hostel Casaclub al que vamos. El Niño C sube sus valijas, pesadas, tanto o más que su cuerpo y se sienta atrás. Dos pendejos se ponen al lado con sus celulares a todo trapo. Parece una mezcla de reggae con cumbia y cuarteto lo que escuchan. Insoportable y la letra que dice pelotudeces a cada rato. La ciudad nos sube y nos baja, nos gira iglesias y casas coloniales desportilladas o tapadas de pinturas. Ribetes en las paredes y frisos de todos los tipos. Angelitos, palmeras, trenzas. Y pircas y cemento. Y el mar que asoma cada tanto allá a lo lejos, en algunos pasajes. Está nublado y hace un frío tiroideo que paraliza. Pasamos un puente y el bus nos deja aislados en la entrada al puerto. Del otro lado, el cerro. Gigantezco. Hay que subirlo, con mochilas y bolsos al hombro. Los ascensores están rotos. No, en realidad, por la noche, en la plaza Sotomayor, nos enteramos de que no. Resulta que un francés apareció de golpe en medio de la multitud y nos dio un folleto en el que convocaba a unirse a la gente para que el Estado expropie los ascensores. Nos explicó que hacía cinco años que vivía en Valparaíso. Y de un año para el otro, comenzaron a cerrar todos los ascensores de los cerros porque los dueños quieren cobrar el doble y el estado no los deja o la gente no les paga directamente. Entonces, los empezaron a cerrar; del año pasado a éste, cerraron quince y ahora sólo quedan cuatro funcionando. Y la gente, así, no puede subir. Imagínense los viejos, quedan confinados al cerro, no bajan, porque si no tienen plata para un taxi, después quién los sube. Ni decir que tiene razón, en el momento que subíamos la calle con las valijas a cuestas, si aparecía el francés, le hacía un piquete con tal de que expropiaran el ascensor de Villaseca y lo pusieran en marcha. La lengua afuera. Es la una de la tarde y subimos el cerro camino al hostel. No da más. No doy más. Y cada tanto freno y miro el mar de ruinas de la ciudad al acostado del mar de agua azul. Diríamos que es una favela porteña, turística. Sí. Eso. Pobreza, ruina, comercio y turismo. Pero no hay señales de violencia acumulada. Visible. Apenas unos graffitis que pintan todas las paredes con letras que no puedo ni tengo la capacidad de descifrar y menos en este trance. Llegamos al hostel. F con la garganta inflamada, a punto de salirle por la boca. Desde ayer que le duele y tose y tose y no deja dormir. Se siente mal, muy mal, me doy cuenta por el semblante; pero es terco y no quiso tomarse un taxi. Ahora estamos acá. El hostel es una casilla celeste de dos pisos. Nuestra habitación da a la bahía desde la que vemos la ciudad y el océano en una panorámica que logra sanar y recuperar todo el esfuerzo.
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