Mientras camina por el costado de la Bahía, no deja de recordar que F se quedó con la garganta hinchada en la pieza. Desde abajo, Valparaíso se respira sin cansancio. ¿Estará bien? ¿Y si tiene la gripe porcina o alguna mierda de virus para el cual nuestra inmunología argentina no está preparada? ¿Qué hacemos? No sé. Por lo menos, le envió dos mensajes ya. Señal de que sigue vivo. Abajo, se ven algunas piedras desperdigadas en la playa pequeña. ¿Es Botafogo del otro lado? Una nena tira algunas contra la ola calma. Y allá, ve algunos pelícanos y como hace una semana leyó a Baudelaire, tiene la sensación de que es la primera vez que los ve realmente. O es esa mierda de pisco con limón (pisco sour) que acaba de tomar y que le hizo perder la perspectiva. No sé. Lo cierto es que arde la lengua y la sangre desgasta algo, un calor, tal vez, desde adentro hacia afuera, mientras avanza por el costado, sudado; pero contento con este bolsito de Congreso que acaban de darle. Algo que en Rosario es inconcebible. Y por eso y el alcohol y los salmones crudos, torazodos, enteros, cocidos, pinchados, que acabó de comer, en el estómago intensifican la périda del sentido. Y ahora los pelícanos se levantan sobre las rocas y lanzan bocanadas de peces sobre la arena. Como si vomitaran borrachos palabras torcidas que no encuentran dónde meterse ni cómo respirar y saltan sobre la arena tratando de recuperar la corriente del agua para sobrevivir un poquito más. Pero no. No son pelícanos. Parecen ballenas ebrias que desfilan con tutús y sombrillas bajo las persianas de ostras. Tampoco. Y ya no aguanta más el calor y tanta humedad y ese sabor en la boca y, por eso, le pregunto a un marinero –sí, EL MARINERO– cuánto me falta para Playa ancha. Me da dos posibilidades: o subo las escaleras o llego al semáforo. Pienso en una tercera: que él me lleve por las escaleras, a rastras, si quiere; pero sé que no será posible y ni loco subo las escaleras solo y de nuevo caminando. Me voy al semáforo. Gracias, le digo y miro los pelícanos picotear los peces sueltos, como picotearon al Niño C recién algunos, pidiéndole libros con una desesperación sintomática de esa rareza que es el libro en este país; tan pero tan caro que el hecho de que alguien les regale uno les debe parecer un delirio y se avalanzaron todos sobre él pidiéndole descaradamente uno. Yo sé que no es eso, es pura borrachera, nada más; me dejan con el sí flojo y regalo libros a mansalva. Y entonces, veo el semáforo; pero ni loco subo esa calle empinada a la Universidad, ni loco. Y el Niño C estira las manitos de renacuajo enano y comienza a preguntar –porque no puede leer los cartelitos– a cada uno de los colectiveros si lo dejan o no en la UPLA. Uno le dice que sí y sube. Ahora va a tener que leer. Como mucho, espera no eructar peces como los pelícanos.
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